¿Qué quieres hacer conmigo antes de que me muera? Me preguntó una amiga hace unos días. Todos tenemos la certeza de la muerte pero vivimos un poco como si no. Yo le he visto la cara varias veces y aún no me acostumbro a ella. Todavía me apabulla y descoloca.
Ayer, en los recuerdos de Facebook me encontré con una vieja foto de un buen amigo, nos conocimos alrededor de los 18 años y rápidamente se convirtió en el hermano que no tuve, me acompañaba, me cuidaba, me consentía y me bromeaba, su presencia en mi vida era rotunda, estuvo siempre con sus abrazos de oso y su risa bulliciosa. Compartimos fiestas, paseos, comidas, porros, bailes y cervezas, amores, tusas y canciones. Nos creímos duraderos, infinitos. Luego la vida nos empezó a distanciar, primero me fui yo de Cali para Bogotá y luego él de Cali para USA.
Ya no teníamos un lugar común donde encontrarnos pero sí unos recuerdos que nos unían. De vez en cuando hablábamos acerca de ellos, de esos tiempos que con el paso de los años y de la vida, se van sintiendo tan lejanos, como si fuera otra vida.
“Christian se murió”, me escribió hace poco más de dos años una antigua novia de mi amigo. ¿Cómo que se murió? No estamos en edad de morirnos. No todavía. No lejos. ¿Cómo que se murió? Si éramos infinitos.
No hay respuestas ni palabras que alcancen.
Luego recibí un link de Zoom, me conecté, se veía un ataúd y su madre al lado llorando desconsolada. Se escuchaba el nombre de mi amigo, las oraciones para despedir su alma.
No lo vi, pero estaba ahí, adentro de ese ataúd.
¿Qué queda cuando un amigo se muere? Silencio, desconcierto, dolor.
Aún guardo nuestras conversaciones, sus últimos audios. Aún lo lloro. Aún creo que sigue vivo, que anda por ahí con su caminar pausado, con sus miles de acentos, sus chistes y carcajadas. Aún creo que nos encontraremos, que lo iré a visitar, que él vendrá, que bailaremos y hablaremos, que nos reiremos de las desdichas y nos felicitaremos por las dichas. Que aún tenemos tiempo. Pero no.
La última vez que hablamos por WhatsApp me puso audios con las canciones que escuchábamos hace 20 años y una nota de voz con un compromiso de amor infinito, como una suerte de premonición.
“Ay parcerita, yo la quiero esta vida y la otra. Y espero que en la próxima vida también seas mi amiga. Pero ojalá que esta vez no te vayas tan lejos. Y que yo no me vaya tan lejos.”
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Colofón: ¿Qué quiero hacer con mi amiga antes de que se muera? La pregunta me retumba. No sé si ella o yo muera primero, pero sí sé que la respuesta está en lo cotidiano.
“cocinar juntas, cantar alguna canción en karaoke como las que cantabamos en la universidad o simplemente charlar y reírnos como nos gusta hacerlo”, le dije.
Lo simple, lo cotidiano. Las visitas de la muerte me han enseñado que al final de los días no hay nada que importe más que eso.