Allá éramos nosotros por Mateo Sanabria Rodríguez

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Foto: Ligia Rodríguez
Escritor y periodista. Licenciado en Literatura de la Universidad del Valle, magister en Escritura Creativa en la Universidad Nacional de Bogotá.

Hablar de mi infancia es repetir un chisme contado por una vecina, pues aquel niño rubio está lejos de lo que soy ahora, y no precisamente porque los cabellos rubios me abandonaron, sino porque ni siquiera con un telescopio puedo verlo de cerca.

Hablar de mi infancia también es hablar de la infancia de nosotros: la de mi hermano, la de mi primo y la mía. Nuestra infancia. Nuestros recuerdos en los que únicamente puedo navegar por una parte.

Firavitoba, Boyacá, olía a flores que nacían a diario y a pasto húmedo, de ese que picaba culposamente por todo el cuerpo, por eso me gustaba tanto estar allá. Por eso y por su gente que era la misma que uno guardaba en la memoria. No era como Bogotá, donde siempre debía usar uniforme y me obligaban a estudiar en un colegio distinto al de mi hermano y mi primo. En Bogotá nosotros no existíamos. En cambio, allá podía lucir mis delgadas y blancas piernas como si fueran una tendencia que presumir y vestirme con esos colores lejanos a los grises. Allá las sombras de los risos de mi hermano disfrutaban la libertad. Allá mi primo no se sometía a las órdenes de un coronel sin méritos a quien yo llamaba “tío”. Allá éramos nosotros.

Diciembre de 2003. Mi primo llegó, como todas las vacaciones, a Firavitoba cerca del 30 porque el distraído de mi tío tenía que trabajar hasta esa fecha; ojalá él no hubiera ido, siempre traía a una mujer distinta y yo odiaba tener que preocuparme por aprenderme los nombres de personas que solo veía una vez. Nosotros las nombrábamos número uno, número dos… número cinco…

En lo que esperábamos a mi primo, éramos nosotros: mi hermano y yo, como en Bogotá, con la diferencia de que allá podíamos hacer muchas más cosas gracias al paisaje salido de las pinturas impresionistas que nos rodeaba. También, podía jugar con Cantalicia (nosotros lo llamábamos jugar, aunque mi abuelito decía que la molestábamos). Por lo general, solo la veía dos veces al año: en Semana Santa y en diciembre. Ese año estaba embarazada. 

Mis abuelos eran inmunes al paso de los segundos, como si tuvieran un hechizo, igual que la casa en la que vivían. Mi abuelita me agarraba los cachetes cada vez que sentía el ritmo tembloroso de la puerta metálica de la casa abriéndose y nos daba la bienvenida, me decía que estaba flaco, que si sí me daban de comer en Bogotá. Mi abuelito nos regalaba mandarinas y nos invitaba a Gotua, la finca familiar, para ordeñar después de almorzar muy fielmente a las 12 m. Aceptábamos, pese a que nos sentíamos incompletos por la ausencia de mi primo. Nosotros consistía en los tres, bueno, la mayoría de los días.  

En lo que estaba el almuerzo, corríamos a buscar bichos en el jardín de la abuelita sin que ella se diera cuenta. Este era grandísimo, incluso tenía un laberinto de maíz y aun así ella era capaz de detectar el movimiento de una de sus rosas, de esas que tanto me gustaba oler.

Almorzábamos cual batallón (yo dejaba un poco para la lavaza) y mi abuelita me reprochaba que debía comer más, que por eso estaba tan flaco. Después, llegábamos a Gotua en el Toyota rojo después de saludar a la Señora Paulina, quien, infaltablemente nos esperaba en la entrada sentada en su mecedora tejida con un material misterioso. Yo iba en el puesto de adelante porque me gustaba ver el panorama, aunque a mi mamá no le convencía la idea. Nosotros sentíamos que éramos ese carro escarlata, así no lo manejáramos. En el camino, jugábamos a imitar el característico saludo de mi abuelito: ¡os! Lo decía así para ahorrar tiempo porque ya estaba viejito, creo…

Gotua parecía estar sometida ante el mismo hechizo antisegundos que mis abuelitos, que su casa y que el pueblo entero, ahora que lo pienso. Bueno, recuerdo que en diciembre uno que otro potrero lucía más verde que en marzo y que había más leña sobre el árbol frente a la casa de Gotua: señal de que mi abuelita había dejado sus pisadas por ahí.

Nosotros corríamos (más yo que mi hermano) sin preocuparnos por los rasguños producidos por la vegetación, mi primo iría en el primer lugar de la carrera si nosotros estuviéramos completos. Recuerdo ver a Cantalicia y sorprenderme: lucía igual que mis abuelitos, que el pueblo, que Gotua, que la casa. Pensamos: ¿se supone que está embarazada? Y yo que solía creer que su gordura era su estado natural. Bien por ella, pero… ¿quién era el padre? ¿El toro bravo del otro potrero? Nosotros solíamos reír diciendo que Cantalicia gozaba de valentía por haberse metido con ese león disfrazado de toro.

Yo hacía travesuras con mi hermano hasta que el aliento no me daba. Allá me cansaba más rápido que en Bogotá, tal vez por el calor. Deseábamos que mi primo estuviera con nosotros para que los empates se terminaran, para que los juegos fueran más arriesgados, para por fin ser nosotros. Observaba el panorama y en verdad todo resplandecía de la misma manera año tras año tras año. No pasaban los meses ni la nada. Me preguntaba si también sería inmune al tiempo si decidía quedarme allá, si a nosotros nos gustaría ser víctimas del hechizo antisegundos…

Puede que el presente sea la única manera de averiguar si todavía somos nosotros o si no hemos sido víctimas del hechizo ya, solo que no nos damos cuenta.

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