Ventarrón: “Mi propio mausoleo del dolor” por Isabel Salas

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Me estuve preguntando sobre qué escribir ¿será sobre este poliamor lector en el que estoy y que me hace leer cuatro libros al tiempo? ¿o más bien sobre las películas que he visto en los últimos días y las reflexiones en código feminista que me surgen? ¿o tal vez deba decir algo sobre los debates […]
Comunicadora social de la Universidad del Valle, especialista en comunicación estratégica de la Universidad Sergio Arboleda y magíster en Gestión Pública de la Universidad de los Andes.

Me estuve preguntando sobre qué escribir ¿será sobre este poliamor lector en el que estoy y que me hace leer cuatro libros al tiempo? ¿o más bien sobre las películas que he visto en los últimos días y las reflexiones en código feminista que me surgen? ¿o tal vez deba decir algo sobre los debates actuales alrededor del racismo inmerso en ciertas obras de nuestra historia reciente? O, tal vez, no. 

Tal vez solo debo seguir mi impulso y escribir sobre lo que, ahora mismo, realmente me atraviesa: el duelo. “Ya he escrito mucho sobre esto”, me dije. “No quiero ser la monotemática que no encuentra sobre qué más escribir”, añadí. Pero mucho, no es suficiente para sobreponerse a la pena. Con palabras sabias lo dijo Irene Vallejo en una de sus más recientes columnas: “El duelo hay que edificarlo sin prisa, con ritmos arquitectónicos. Más y más, mes a mes. No es una enfermedad de la que curarse lo antes posible, sino la lenta reconstrucción de un mañana resquebrajado. Necesitamos consentirnos la tristeza, desahogarnos para evitar la asfixia”.

Ha pasado casi un año desde que mi mamá se murió. Intento recordar al pie de la letra sus últimas palabras, y siento que ya la memoria me falla. Su olor, su risa, su voz, las persigo como si de pompas de jabón se tratara. A veces no estoy segura si es mi imaginación o si en efecto, son recuerdos nítidos.

En los días previos a la muerte de mi mamá, mi gato revoloteaba por toda la casa. Hacía ruidos que nunca antes le habíamos escuchado. Mi mamá decía, sin temor a equivocarse, que él sabía algo, que sabía que algo pasaría. Yo intentaba no escucharla, hacer como si esa premonición que ella leía en los maullidos de fiera de Mercury, no tuviera razón.

En estos casi doce meses el tiempo ha sido extraño. A ratos parece una eternidad, pero la mayoría de las veces el dolor y el vacío se sienten como si ayer nada más, me encontrara sola frente a la cama de la UCI donde mi mamá pasó sus últimas noches. Como si fuera ayer el día en que una llamada a las cinco de la mañana me despertó para decirme que fuera de inmediato a la clínica porque la vida se le estaba yendo. Como si fuera ayer la noche en que Adriana me acompañó a dejar a mi mamá en la UCI. Cómo si fuera ayer que entre lágrimas escogí el vestido para su cuerpo, una noche antes de que se muriera. Cómo si fuera ayer el sábado santo en el que como zombie busqué sin éxito una fotocopiadora cerca a la clínica Palermo, para entregarle al servicio fúnebre una copia de su cédula. Como si fuera ayer el día que Alejandro llegó a la clínica y me dio el primer abrazo en el que me desmoroné con la bolsa roja entre las manos, llena con las pertenencias de mi mamá . Cómo si fuera ayer la noche en que en un parqueadero me reuní con el vendedor de seguros funerarios y escuché atentamente sus servicios. Cómo si fuera ayer cuando Mónica eligió por mí, el maquillaje del cuerpo de mi madre, ante las preguntas gentiles del personal del servicio fúnebre. Cómo si fuera ayer que escribí en un grupo de WhatsApp: se murió mi mamá. 

El anhelo también parece algo reciente. El anhelo engañoso que me hace sentir que en cualquier momento va a atravesar la puerta, y con su voz fuerte y amable me va a saludar. El anhelo que me ha hecho sentir que los acontecimientos del último año son una suerte de mal sueño, del que nada que despierto.

Miro al cielo y entre el rayo de luz que se cuela por las nubes creo que está ella. Cuido sus plantas que no paran de crecer y en cada ramita la siento. Me miro al espejo y en mi mirada veo la suya. Escarbo en mis recuerdos y la encuentro en todo lado.

Qué difícil es la muerte. Qué ruda puede sentirse la vida cuando te encuentras con ella. Qué difíciles son los duelos. Qué ruda puede sentirse la vida cuando atraviesas uno.

Desde que mi mamá murió siento con más fuerza la levedad de la vida. Me asombra sentir que se nos va a todos, lentamente y sin ruido, mientras estamos ocupados.

La inminencia natural de la muerte siempre me hace dar ganas de soltar todo lo que me ata y entregarme a la entropía natural de la vida. Luego llegan los mails, las notificaciones, las obligaciones, las expectativas, pero también los afectos, la mirada siempre alerta de mi gato y su cuerpito peludo buscando el calor del mío, la risa de los amigos, la música que me hace bailar y cantar, los libros y sus historias que no me sueltan, la bicicleta que me hace sentir que efectivamente tengo corazón, piernas y pulmones, las recetas que me retan, que me invento y que asombran mi paladar, los sueños y los riesgos, lo que parece que aún falta por hacer. Y entonces, todo vuelve a hacer sentido y me encuentro de nuevo, puliendo las grietas que me ha ido dejando el duelo, edificando mi propio mausoleo del dolor, con paciencia, palabra a palabra.

Colofón: Acá pueden leer ‘Llorad, llorad, valientes’, un relato de Irene Vallejo sobre el duelo y su presencia en la historia de la humanidad.  Vallejo es una de las invitadas especiales a la Feria Internacional del Libro de Bogotá 2024, estará en la apertura de la Feria y en un par de espacios más que, sin duda, serán imperdibles en esta edición de la FilBo.

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