El Armadillo: El barrio Popular

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Mi hija Margarita me preguntó cómo era el Popular, mi barrio, y entonces una cascada de recuerdos desembocó en el pozo de mi memoria para inundarla. Los niños y las niñas suelen soltar preguntas así de la nada, en ese afán de conocer el mundo. Mi hija no vive en un barrio, es decir, no […]
Escritor y periodista. Licenciado en Literatura de la Universidad del Valle, magister en Escritura Creativa en la Universidad Nacional de Bogotá.
Imagen. La Linterna

Mi hija Margarita me preguntó cómo era el Popular, mi barrio, y entonces una cascada de recuerdos desembocó en el pozo de mi memoria para inundarla. Los niños y las niñas suelen soltar preguntas así de la nada, en ese afán de conocer el mundo. Mi hija no vive en un barrio, es decir, no tiene casas y cuadras, ni tiendas ni los niños y niñas se quedan hasta tarde en la noche jugando en la calle. Vivimos en una unidad residencial, un sitio que parece ser más seguro para todos y en donde las reglas son diferentes, empezando porque hay unos muros altos y unas rejas que definen unos límites que son infranqueables.

Cuando era pequeño, no podía salir mucho a la calle, producto del asma que me atacó más o menos hasta los siete u ocho años, recuerdo que me paraba horas en el balcón de mi casa viendo cómo mis hermanos, mis primos y los amigos de la cuadra jugaban al fútbol, al escondite, a las bolas y yo solo podía observarlos porque si daba un paso, me faltaba el aire. Pero cuando la enfermedad pareció abandonarme, pude disfrutar de esas tardes enteras montando en bicicleta, jugando a la pelota, visitando los barrios aledaños, es decir, el límite fue el grito de nuestras madres o abuelas para que fuéramos a comer o cuando la oscuridad aparecía sin darnos cuenta o el cansancio nos tumbaba.

Mi barrio, cuando era niño, como dice Rubén Blades, era un continente y cada calle era un camino a la aventura, por eso, para responderle esa pregunta intempestiva a mi hija, tuve que viajar de nuevo hasta la Carrera Quinta, en donde estaba mi peluquería favorita, la de Ancisar, un barbero que aprendió el oficio de su padre, que era el que peluqueaba al mío, y pasar por el Maizalito, la taberna en donde mi madre y sus hermanas aprendieron a bailar y a la que mi abuela les prohibía ir, por que para unas niñas de su casa estaba muy mal visto entrar ahí; tuve que escuchar de nuevo la alarma del taller de metalmecánica que estaba enseguida de mi casa y cuyo portón inmenso usábamos de portería y cuando el tiro era demasiado fuerte, se disparaba, salíamos a perdernos y volvíamos cuando la chicharra se calmaba. Tuve que ver a los viejos amigos, como al Zarco, al que una prostituta mató cuando apenas tenía unos dieciséis años y recordar esa caravana fúnebre cuando pasó por la esquina de mi casa rumbo a la iglesia de La Sagrada Familia, acompañada de música y motos haciendo sonar el pito y con el ataúd llevada en hombros por los muchachos del barrio.

Volvía a escaparme de la loca Carmen, porque en todo barrio hay un loco, una mujer que, en su juventud, según decían, había sido hermosa e inteligente y que de tanto estudiar, fumar marihuana y aguantar hambre, había perdido la razón, tenía un hijo al que le decíamos Carmencito.

Hace un año, en una charla a la que fui invitado en Popayán, me preguntaron algo parecido, sobre la literatura y mi barrio y supe que una de las razones por las que escribo es para que la gente conozca el Popular, porque indefectiblemente, mis personajes lo transitan y hasta donde más pueda, lo transitarán. Me di cuenta, también, que en la literatura caleña no lo mencionan y que las referencias literarias que tengo, estaban en El Caleño, el que fuera el periódico amarillista más leído de la ciudad durante muchas décadas, porque aparecíamos de vez en cuando, no como quisiéramos, porque todo no era violencia, pero ahí estábamos en la primera página viendo el cadáver de Antidio, un ladrón que parecía tener las siete vidas del gato, que azotó las casas vecinas robándose la ropa de los solares, las herramientas de los talleres y los televisores de las salas de estar, y aunque cada que llegaba la noticia de su muerte, había cierto alivio en la comunidad, también había tristeza, porque era alguien del barrio y entonces pasados unos días, lo veíamos transitar, con su paso lento, caminando bajo la mirada inquisitiva y temerosa de los vecinos, hasta que alguien, según dicen, por apropiarse de algo de uno de los graneros de la Quinta, había hecho justicia por su propia mano y lo había abaleado o mandado a matar, en el asadero de pollos,  mientras esperaba a que le sirvieran un caldo de menudencias para almorzar. Aunque también ese diario y en El País publicaron recurrentes notas sobre la cantante Adriana Chamorro, famosa porque fue una de las fundadoras de la Orquesta Canela, una de las primeras orquestas de salsa femeninas del mundo.

Tuve que hablarle de los Uribe Restrepo, una familia numerosa de paisas llegados de Pereira con la que mi familia tejió una amistad que ha durado años y aun sigue viva, en donde la señora que les ayudaba con el aseo era Marinito, homosexual consumado y salido del closet desde que era un infante, al que su mamá había parido en la calle, exactamente, según me dijo mi abuela alguna vez, en el poste que estaba diagonal a mi casa y que servía de segunda base cuando jugábamos al beisbol. A Marinito lo vimos muchas veces trabajar de noche como prostituto, su lugar de trabajo era la esquina de la Calle 40 con Carrera Primera, en la acera de Britilana, la fábrica de telas, que permitía cierta intimidad. Y también probamos sus fríjoles, los que le enseñó a preparar doña Mira, y que todos los viernes hacían en cantidades alarmantes porque toda la familia  Uribe Restrepo llegaba a almorzar, en donde nos invitaban recurrentemente para compartir esa delicia ancestral preparada por las manos de Marino.

Hace mucho no voy a mi barrio, uno de los lugares de mi felicidad, en donde celebré, como nunca, los primeros títulos que vi del América, tuve mis primeros amores, en donde conocí a muchos de mis amigos, en donde me llené la cabeza de historias que aun a mí y mientras se las relataba Margarita, me parecen inverosímiles, pero que juro, son reales y así sucedieron. Pero escribiendo estas palabras, me doy cuenta de que nunca me he ido de mi barrio y que nunca me iré, aunque ya el Maizalito no exista, mi casa ya no esté y en la cuadra ya no vivan los vecinos de toda la vida, el Popular siempre estará ahí, en mi memoria, en mis historias y en mi corazón, por que esos lugares en los que habita la felicidad siempre vuelven en espiral, porque nos definen como personas. A mi hija le prometí llevarla conocer, pero lo haré cuando tenga fuerza, porque temo que la nostalgia me invada y termine sentado en la acera haciendo berrinche como un niño pequeño, que escucha la voz de su madre cuando le ordena que se entre porque es muy tarde y la mejor parte del juego está por comenzar.

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