Cuando presenté mi novela Ruido blanco en la librería Luvina en Bogotá, la escritora Alejandra Jaramillo, quien se encargó de llevar el hilo de la conversación, me preguntó sobre cómo construía mis personajes femeninos, pues le parecían muy reales, bien logrados. La respuesta a esa pregunta parecía tenerla clara, pero no me dejó convencido. El oficio del escritor, que incluye una constante reflexión sobre su quehacer, deja ver que para responder a este tipo de cuestionamientos, de manera clara y casi contundente, es inexpugnable dejar que el tiempo pase y la vida se nutra de experiencias para, tal vez, lograr decir algo interesante.
La respuesta que le di Alejandra, fue la misma que di cuando me indagaron sobre el mismo asunto cuando presenté Cuentas del alma, mi ópera prima, en donde aparece una madre con mucha fuerza dramática. Siempre digo: me criaron mi abuela materna, mi madre, tres tías, tengo una hermana menor, vivo con mi compañera, desde hace mucho, con sus ires y venires, y tengo una hija. Luego, Ivonne Alonso, profesora y crítica de literatura, me preguntó sobre mi experiencia lectora de mujeres y no dudé en nombrar a Carson McCullers, a Olga Orozco, a la poesía de Piedad Bonnet, a María Luisa Bombal, Tony Morrison, autoras de quienes he tomado algo de su escritura para crear la mía.
Ha pasado un año desde esa pregunta, que a veces se me viene a la cabeza. Leyendo Los Diarios de Emilio Renzi de Ricardo Piglia y La palabra Heredada de Eudora Welty, me he dado cuenta que puedo dar una mejor respuesta tanto a Alejandra como a Ivonne, y a quienes me han preguntado sobre el asunto, pero especialmente lo hago para darme una respuesta a mí, que parte de una indagación de lo que ha sido mi vida, que desde hace mucho está relacionada con la literatura, con escribir, pero principalmente con lo que leo, esto es algo que le sucede a la mayoría de escritores, aunque creería yo, que nos pasa a todos. En esa autorreflexión, que fue impulsada por los libros de Welty y de Piglia, me llevó a descubrir, que si no fuera por las mujeres, muchos escritores y escritoras, no hubiésemos abierto la ventana del universo de la literatura, pues son ellas, como escribe Renzi, las que nos enseñan a leer.
Recuerda Renzi en sus diarios los concursos de lectura que hacía su maestra de escuela, a su madre tomándole la lección en la cocina y la vecina italiana, amiga de su abuelo que le obsequió Corazón de Edmundo de Amicis, dice Renzi que nunca lo volvió a leer, pero que se fijó en su memoria, gracias al gesto cariñoso de aquella mujer cuando al entregarle el libro.
Es mi cumpleaños, Natalia, una amiga de mi abuelo, italiana, recién llegada. Su marido ha muerto «en el frente»… Bellísima, sofisticada, fuma cigarrillos rubios «americanos», habla con mi abuelo en italiano (en piamontés, en realidad) de la guerra, imagino. Me trae de regalo Corazón de Edmundo De Amicis. Recuerdo nítido el libro amarillo de la colección Robín Hood. Estamos en el patio de casa, hay un toldo, ella tiene un vestido blanco y me entrega el libro con una sonrisa. Me dice algo cariñoso que no entiendo bien, con mucho acento, con sus ardientes labios rojos.
La escritora norteamericana Welty, entretanto, nos recuerda la voz melodiosa de su madre en las noches mientras le leía historias antes de dormir y luego, le leía en voz alta a su padre y ella se hacía la dormida solamente para asistir, a la distancia, a los relatos de su progenitora. Fue una de las formas de aprender a escuchar, afirma Welty, que esto le sirvió mucho para encontrar la voz de sus personajes. Podríamos enumerar otras experiencias, en donde las voces femeninas le dan vida a las historias escritas por otros como las de Tranquilina Iguarán, abuela de García Márquez; o María Kodama, quien fue el lazarillo, la escriba y la narradora de Borges.
En mi caso, la puerta la abrió mi abuela, doña Elisa, una señora, que hasta el último día de su vida conservó la vista 20/20 y se leyó La Biblia no sé cuántas veces, y su imagen, la de una mujer leyendo aquel libro de papel fino y pasta negra, dura, siempre me ha parecido hermosa, porque nada en el mundo la sacaba de su concentración. A veces, cuando leo, me imagino que soy ella, clavado en el libro, imperturbable, ajeno al mundo.
Pero una de las imágenes más hermosas e inolvidables que tengo de mi abuela, es verla leyendo, en la sala de la casa, sentada en su mecedora, Carta al padre de Kafka, una edición muy económica, impresa en papel periódico que se deshojaba con facilidad. Mi abuela se mecía y se reía mientras leía a Kafka, se paraba feliz a tomar tinto del termo y solamente se limitaba a decir en voz alta que ese libro estaba bueno. Mi abuela fue campesina, nació en la Plata, Huila, y terminó, como muchos, desplazada por la violencia de los años cincuenta, en el Valle del Cauca. Enviudó por segunda vez en el 86, cuando mi abuelo Lucio, ferrocarrilero, se cansó de vivir sin memoria y se acordó, que ya debía morirse. Mi abuela parió siete hijos, cuatro mujeres y tres hombres, perdió al menor, a Gustavo, cuando apenas él cumplía los 13 años. Recuerdo que ella leyó Carta al Padre muchas veces y siempre, al terminarlo, lo ponía sobre mesa de noche, encima de su Biblia.
Mi abuela fue quien tuvo la paciencia de sentarse conmigo, después de llegar del colegio a enseñarme el sonido de las sílabas, a conectar las letras para formar las palabras y darle sentido a la frase. Yo estaba en primero de primaria, iniciando, recuerdo también, nuestras tardes, sentados en el comedor redondo de la casa, leyendo de su Biblia, el evangelio de Juan, el periódico y luego escribiendo las frases que me gustaban, que entendía o que ella me dictaba, en un cuaderno que me compró exclusivamente para ese ejercicio. Y ahora que lo pienso, debe ser por eso, que mi hora preferida de lectura son las tardes.
La historia continúa con mi madre, lectora ávida de novelas románticas y thrillers. Amaba tanto a Stephen King, como a Agatha Christie. Pero la novela que más quería en el mundo era Lo que el viento se llevó, de Margaret Michell, la historia de Scarllet O´hara, una mujer que sobrevive a la guerra y al incendio permanente de su vida. Siempre he pensado que Scarllet y Amalfi, mi madre, se parecen, que comparten la misma fuerza y que son capaces, una y otra vez de cruzar el fuego y no les importa quemarse.
La biblioteca de mi madre se componía de libros de thrillers y novelas románticas. De niño, me gustaba encerrarme en su cuarto a mirar las caratulas y a imaginarme las historias. No a leerlas. Por ejemplo, la caratula de Cujo, el perro asesino de King, me llevaba a ver cómo el animal destrozaba y se comía todo a su paso o la de Lo que El viento se llevó, a pensar en el incendio de la hacienda que aparecía en la caratula. Lo que hacía mi madre, era contarme esas historias con una emoción cinematográfica, las historias de amor y de guerra, las aventuras de los detectives, las recreaba con sonidos y lágrimas, con desmayos y saltos. Yo no me atrevía a leer sus libros, creo que por el miedo de no encontrarlos tan atractivos y porque ella no me permitía leer algunos. Solía decirme, “eso no es para niños”.
Lo que mi madre hacía, esto lo he entendido tiempo después, era contarme su interpretación de la lectura, pero también me abría una puerta en donde la imaginación no tendría ningún límite. Me permitía estar en su biblioteca, hurgando sus libros. Cuando llegaba la revista del Círculo de lectores, a mis hermanos y a mí nos permitía elegir libros. Nos compraba enciclopedias y nos hablaba del mundo como si lo hubiera recorrido y si le preguntábamos algo que no supiera no dudaba en ir a la Salvat o a la Enciclopedia Ilustrada Círculo para darnos la respuesta. A ella le gustaban tanto la compañía de los libros como a mí. Acompañados de ellos, pudo sortear la soledad, el desamor y los incendios que propone la vida. A esa biblioteca, a la que hoy encuentro precaria y la que no me arrimaría con mucho interés, le debo mi acercamiento al lenguaje, al uso de las palabras para decir las cosas. Alguna vez mi madre me castigó porque dije palabras de grueso calibre, tal vez dirigidas a ella o a uno de mis hermanos, no recuerdo bien, y me sentenció al encierro por unas horas, decidí, entonces que mi prisión sería su cuarto. Cuando llegué, tomé uno de los libros de su biblioteca, lo empecé a leer. Era la historia de un asesino, sus víctimas eran habitantes de la ciudad, que hoy se me asemeja a Nueva York. Durante mi condena, creo que alcancé a leer dos o tres capítulos de ese libro, porque el asombro me detuvo, en una de las páginas estaba escrita la palabra “puta”, me detuve estupefacto, pues en esos objetos sagrados, en donde se encontraban las respuestas del universo entero, estaba esa palabra, por la que me habían castigado y que mi mamá leía o había leído una y mil veces en las noches. Así que entendí que no las podía decir pero las podía escribir. Recuerdo que luego busqué su significado en el diccionario y lo encontré. Después de aquella experiencia, no puedo decir cuántos horas de mi infancia pasé buscando el significado de groserías en el pequeño Larousse y en las enciclopedias que mi madre nos compraba a cuotas.
Antes de morir, cuando el cáncer ya no le iba a dar más tregua, Amalfi, mi madre, le regaló su biblioteca a un vecino, lamenté mucho que no me la hubiese heredado, aún hoy, no sé qué sucedió con los libros, especialmente con los tomos de lujo de Lo que el viento se llevó, que leímos juntos alguna vez. Lo que sí me dejó como herencia, fue su amor por la lectura, y el amor por los libros. De ella aprendí el placer de olerlos cuando están nuevos y de acariciar sus tapas. Entendí también, gracias a ella, que la lectura es un viaje infinito y que con ella podemos salvarnos de conflagraciones pero también que con ella podemos incendiar el mundo.
La vida se ha encargado de ponerme al lado de mujeres maravillosas. En Bogotá conocí a Alejandra Jaramillo y entablamos una amistad, que podríamos llamar literaria. Alejandra, además de ser una muy buena escritora es una gran lectora. Me guio en la escritura de Cuentas del alma, que fue mi tesis de grado de la Maestría en escrituras creativas, desde ahí, la he condenado a ser lectora de los asuntos que escribo, pero lo hago porque conozco su capacidad crítica y su sensibilidad para decir las cosas, además, es un ejemplo de valentía, resistencia y compromiso. Ha escrito más de diez libros, se ha casado dos veces, desescolarizó a sus hijos, y mientras los educaba en casa, leía, dictaba clases y, obviamente, escribía. Fue ella la primera persona que me leyó muy en serio y aún recuerdo las citas en su oficina de la Universidad Nacional, los martes en la mañana, con mi texto marcado, muy marcado, con recomendaciones y correcciones, con preguntas, cuyas respuestas estaban en el oficio mismo de la escritura. Con Alejandra aprendí a leer de una manera diferente, convertí la lectura en la herramienta vital para mi escritura, comprendí que tendría que leer buscando, entre muchas cosas, los trucos de magia de quienes ya lo habían hecho mejor que cualquiera. En una de sus clases leí con juicio y fervor a Roberto Bolaño y a otros escritores latinoamericanos, que de alguna manera han ido marcando un derrotero en mi oficio.
En la capital también conocí a Karen, mi compañera, la madre de mi hija. En los primeros años de relación, solíamos acostarnos a leer en silencio, cada uno con un libro diferente, pasaba mucho tiempo hasta que alguno de los dos rompía el mutismo, porque había encontrado una frase que merecía ser leída en voz alta, al otro. Así nos pasábamos las tardes, especialmente la de los domingos, que son largos y tenebrosos en Bogotá, en donde el cielo es gris y el clima es helado. Cuando nos mudamos juntos, a Cali, el mejor lugar para el aparta estudio que alquilamos, se lo dimos a la biblioteca. Era un lugar sagrado y eso nos ha sucedido cada vez que nos mudamos de casa, pensamos siempre en el mejor sitio para los libros. Fue ella quien escuchó uno a uno los capítulos de Ruido Blanco mientras la escribía y es ella, la que desde hace tiempo se da cuenta de cómo nacen mis historias.
Cuando iba a parir a nuestra hija, Margarita, llegamos a la clínica Farallones, a Karen le practicarían una cesárea, así que su parto, programado, no era una urgencia, pues en la sala de espera había mujeres con dolores y a punto de dar a luz. La espera iba a ser larga. Hubo un momento en el que Karen se dio cuenta de que íbamos a pasar mucho tiempo ahí. De la sala, a la cual no tenía acceso, apareció una enfermera y me llamó por mi nombre. Pensé que algo había sucedido. Cuando me acerqué a la puerta, vi a mi esposa en el fondo del cuarto, vestida con la ropa de cirugía. Karen se acercó, con una sonrisa en los labios que ocultaba su desesperación, la ansiedad y el miedo de parir por primera vez, y me dijo: “esto se va a demorar, tráeme un libro”.
La maleta de ropa de la bebé, no había previsto el asunto, ni siquiera había llevado uno para mí, que tengo la costumbre de cargar siempre uno en la mochila. Así que me dirigí a la Librería Nacional del Centro Comercial Palmeto, que está a unas cuantas cuadras de la clínica y le compré Los almuerzos de Evelio Rosero, una novela corta y oscura. Karen siempre ha sido una mujer fuerte, valiente y muy inteligente. Me contó, después del parto, que había ayudado a otras mujeres a entrar al quirófano, a avisarles a los médicos que algunas rompían fuente en la sala de espera y que se había devorado rápidamente la novela y le había sobrado tiempo, quizás, para otro libro. Uno de los lazos que nos une irremediablemente es el amor por la lectura y los libros, un lazo que a nuestra hija le hemos ido heredando con incansable amor y con la certeza que aquello puede ser de mucha importancia para su vida. Todas las noches, antes de dormir su madre o yo, le leemos, la práctica empezó como una diversión y hoy se ha convertido en una rutina, pues Margarita lo exige con vehemencia.
Lo último que me ha sucedido con las mujeres y la lectura, me ocurrió hace unos días, antes de que iniciara la pandemia. La última vez que nos subimos al transporte público masivo de la ciudad Margarita y yo, fuimos a comprar un regalo a un centro comercial para su prima que estaba cumpliendo su primer año. Mi hija decidió que el regalo que quería darle era un libro. Cuando estábamos en la librería, Margarita me dijo que quería leer cómics, la semana anterior, había estado en la biblioteca de la universidad en la que trabajo como profesor y había solicitado, en préstamo, la historieta del Mago de Oz, lo había leído con frenesí y en las noches, su madre y yo nos encargamos de leerle el libro completo. No he sido un muy buen lector de ese género. En la infancia, recuerdo haber leído a Memín Pingüín, la historia de un niño negro y pobre mexicano al que le suceden, junto a sus amigos, una gran cantidad de aventuras; también recuerdo haberme saciado de los chistes de Condorito, que mi madre compraba cada vez que íbamos a mercar. A mi hija se le ha despertado la pasión por el cómic, esa tarde escogió una de Linterna Verde el súper héroe de DC. Cuando salimos de la librería, nos hicimos la promesa de volver por más. Ya la hemos leído no sé cuántas veces y ella tiene sus escenas favoritas. Increíblemente, después de tanto tiempo, mi hija me lleva a conocer el hielo, como lo hizo José Arcadio con el Coronel Aureliano Buendía; después de tanto tiempo, mi hija me está enseñando a leer nuevamente.
Eudora Welty dice que los escritores somos los únicos capaces de jugar con el tiempo, que de alguna manera somos magos. Después de salir de la presentación de Ruido blanco en Luvina, me quedé pensando en la pregunta de mis personajes femeninos. Viéndolo bien, creo que me sentí idiota por no haber dado una respuesta mejor, y eso suele suceder cuando uno siempre quiere decir cosas que parezcan interesantes, pero la literatura, como dice Welty, nos permite manipular el tiempo, encontrar nuevos espacios y las grietas temporales para cambiar el destino, aunque eso traiga consecuencias irreversibles, como le sucede a los Linterna Verde. Es por ello, que mientras escribía estas palabras, volví una y otra vez al momento en que Alejandra e Ivonne me hicieron la pregunta y yo, trato de dejar a un lado las ínfulas de escritor interesante, para empezar contando cómo mi abuela me enseñó a leer.