Leer las novelas del escritor antioqueño Juan Diego Mejía, dan la sensación de una charla de amigos. Son intimistas, sencillas y hermosas. Desde sus primeras novelas como Camila Todoslosfuegos y El cine era mejor que la vida, esa intimidad se ha ido construyendo a través de los libros y las experiencias que Juan Diego suele relatar: la vida familiar, la universidad, los tiempos de militante y luego de publicista, han creado una narrativa singular, convirtiéndolo en una de las voces más fuertes de la literatura colombiana.
Su más reciente novela ¿Y si acaso yo muero en la Guerra? Publicada por Tusquets, aborda el post conflicto, desde la visión de un soldado que ha perdido una pierna, desde la fuerza de un padre que hace hasta lo imposible (empezar a trotar después de viejo) para darle fuerzas a su hijo y un narrador, a punto de entrar en la vejez, quien nos adentra en el universo de las cicatrices que ha dejado el conflicto en la sociedad colombiana.
Juan Diego Mejía conversó con Ruta Literaria sobre esta nueva historia.
¿De dónde nace la idea de Y si acaso yo muero en la guerra?
Cuando pienso en «Y si acaso yo muero en la guerra» se me aparece un soldado que corre con una pierna sintética en un campo sembrado de banano. Estas cosas de las novelas funcionan así, sin lógica, y resultan ser mecanismos que juntan recuerdos viejos, anhelos propios, y van tomando forma hasta el momento en que acuden al mismo escenario y entonces uno siente que puede contar una historia. Te voy a hablar de algunos de esos recuerdos.
Hace unos años yo hacía documentales y debía entrevistar a un personaje que iba a recibir una casa nueva que le entregaba la ciudad. Se trataba de un soldado que había perdido una pierna y ahora usaba una prótesis muy rústica. Lo encontré jugando fútbol en la cancha de cemento en un barrio muy popular de Medellín. Yo no sabía lo de su pierna, pero cuando se acercó después del juego vi que cojeaba. Se sentó a mi lado y se quitó la prótesis. El muñón le sudaba y sangraba un poco. Me dijo que se sentía apto para jugar, pues podía correr, chocar, patear, pero no saltaba a cabecear. Imagino que una pierna sola no basta para impulsarse y martillar el balón con la frente. Ese soldado era una mezcla de voluntad y negación de la realidad. No quiso quedarse en el ejército para que le pusieran la prótesis. Prefirió esa pierna como de muñeco y seguir la vida como si no hubiera pasado nada.
A este recuerdo se le unieron otras sensaciones que todavía están vivas para mí. Urabá y su atmósfera misteriosa en la que convive la violencia con la música y la sensualidad del calor. Y en esa forma pude escribir un cuento que se llama «El Planeta cojo». Ahí está el corazón de la historia que después se volvió novela.
Como lector de tus novelas, me ha parecido muy interesante ver cómo crece tu voz narrativa, desde la voz infantil de «El cine era mejor que la vida», pasando por el joven narrador de «El dedo índice de Mao» y «Camila Todoslosfuegos», hasta llegar a este hombre maduro. ¿Cómo ha sido la experiencia de madurar esa voz?
Yo creo que en esto tiene que ver mi idea de la literatura. Soy un escritor de cosas muy simples. No me ocupo de personajes que definen el destino del mundo ni nada por el estilo. Me gusta contar la vida cotidiana de las personas y por eso siempre hay un lugar para mí, como narrador presente en los hechos. Las novelas que he escrito me han ayudado a entender momentos de mi vida, a cerrar ciclos, a enfrentarme a otros. Han sido viajes fantásticos a diferentes épocas que marcan una secuencia de la voz narrativa. He tratado de escribir pensando en cómo viví yo esos tiempos de la narración. Entonces aparecen recuerdos muy precisos y particulares que tenía guardados en alguna parte.
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¿Cómo fue abordar la idea del posconflicto, de la firma de Paz con las FARC, en un país en donde todavía se vive ese conflicto armado?
La novela está ubicada en la mitad de la primera década de 2000, cuando el conflicto estaba en un punto crítico y no se hablaba abiertamente de falsos positivos ni de la posibilidad de saber la verdad de la guerra. Todo era un secreto conocido pero silenciado. Cuando la escribí ya se habían firmado los Acuerdos de Paz y se conocían las audiencias de muchos victimarios ante la JEP. En estas audiencias, que están grabadas, se revelan hechos monstruosos. A veces uno no alcanza a creer que esos testimonios tan crudos sean la pura verdad de lo que ha vivido Colombia. Fue como caminar sobre un territorio devastado por la barbarie. Muchas veces me hacía las preguntas que le hizo el padre Francisco de Roux al país: ¿Cómo dejamos que todo esto pasara? ¿Dónde estábamos cuando todo esto pasó? Sentí que los novelistas también tenemos responsabilidad y no podemos ser ajenos a este episodio sangriento que ahora podemos ver en Youtube, pero que otros sufrieron en carne propia.
Hay algo muy interesante en esta novela, y es la voz que se le da a la clase emergente, es una voz creíble, verosímil. La del soldado y la de su padre el mecánico. ¿Cómo lograste construir esas voces y esos personajes?
Creo que le debo mucho a la gente del común que he conocido. Personas sin grandes atributos, sin ambiciones de poder ni de dinero, acostumbrados a conseguirse lo necesario para vivir cada día. Esas personas por lo general son generosas y se muestran dispuestas a compartir sus sentimientos, le abren a uno sus casas, le cuentan sus alegrías y sus dramas. Aníbal es así. Un viejo mecánico de carros que nunca ha hecho ejercicio. No sabe nadar, nunca ha jugado fútbol, nunca ha trotado, no sabe nada de deportes, pero siente que el amor por su hijo herido en un combate en Urabá es superior a todas esas limitaciones. Así empieza a entrenarse en una pista de atletismo que es emblemática en Envigado, por su relación con Pablo Escobar. Allí se une a otros corredores veteranos que se hacen llamar el Club de los pájaros dormidos. Y por otro lado está Pablo, a quien el narrador descubre gracias a la generosidad de Aníbal, su papá, que le habló del incidente que tuvo en la guerra.
¿Por qué crees que es importante abordar el tema del posconflicto en la ficción colombiana?
Los tiempos de la novela son distintos a los tiempos del periodismo. Uno tiene que dejar que las cosas se asienten para tener una perspectiva de los hechos. «Y si acaso yo muero en la guerra» es una novela que le apunta al posconflicto porque el lector puede vivir todo el proceso de la barbarie, el miedo, la desesperanza y al final se queda con Pablo que ya está fuera de combate. Es una historia que no le da la espalda a la guerra. La mira de frente y no elude los asuntos que se me presentaron cuando la escribía. Creo que así debe ser el posconflicto. No se trata de echarle tierra al pasado. Por el contrario, pienso que es necesario saber y decirnos la verdad para entender la dimensión de lo que nos pasó. La literatura colombiana no es ajena a todo esto. Sé que a la ficción le toma más tiempo reaccionar que a otros géneros, pero ya le llegará el momento.
¿Cuál fue tu Ruta literaria para escribir esta novela?
Quise acercarme a «Soldados de Salamina», de Cercas, y a «Patria», de Fernando Aramburo. Ambas novelas hablan de guerras. Distintas. Lejanas en el tiempo entre sí, pero con seres humanos que tienen el poder de acabar con las vidas de otros. Me atraía el tratamiento íntimo del conflicto más que la narración de los grandes cambios que se buscaban en las sociedades de cada historia.
Construí una atmósfera que interpretaba viejos recuerdos de mi paso por la militancia en los años setenta. Decidí abordar el tema desde un punto de vista diferente al que ya había utilizado en otras novelas. Ya no eran soñadores de la izquierda los que hablaban, sino un soldado común y corriente, salido de un barrio marginal en el que hervía otro drama urbano. Un integrante del ejército nacional de Colombia. Todos los dramas juntos. Y la práctica del trote como camino para la redención de todos los derrotados.