Me enamoré de ti como suelo enamorarme. De forma apasionada y sin límite. Llegué a ti habiéndote imaginado desde antes, habiendo soñado tus formas, tus posibilidades, y como dicen hoy, manifestándote, estabas en mis sueños.
Veo mis primeras fotos contigo y encuentro esa luz en la mirada y en la sonrisa que hoy siento que se me ha extinguido. Me veo llenísima de expectativas y de ganas de entregártelo todo, tal como lo hice.
Es inevitable contarte que mientras te escribo estoy leyendo ‘El infinito en un junco’ de Irene Vallejo, una lectura que había aplazado, porque como sabes, los meses del último año han sido los peores, lo viste, los viviste conmigo y también me acompañaste en ese tránsito tormentoso en el que se me convirtió la vida, y muchas veces, además, le diste sentido a todo lo que creí que ya no tenía, y no sabes cuánto te agradezco eso.
Pero, volviendo al libro, que por supuesto conoces mejor que yo, se me hace inevitable pensar que contigo lo quise todo, como Alejandro Magno quiso el mundo. Pero sabiendo, quizá como él también, que el tiempo se nos iba a acabar, que lo nuestro no sería infinito, que tendría un límite. Por eso, a ojos de todos, siempre fui ambiciosa y afanada, fui huracán.
“Aunque no queda constancia, me atrevo a imaginar que la idea de crear una biblioteca universal nació en la mente de Alejandro. El plan tiene las dimensiones de su ambición, lleva la impronta de su sed de totalidad. «La Tierra», proclamó Alejandro en uno de los primeros decretos que promulgó, «la considero mía». Reunir todos los libros existentes es otra forma simbólica, mental, pacífica- de poseer el mundo”, dice Vallejo en este hermoso recorrido por la historia del libro, y de lo que durante siglos este ha significado para la humanidad, desde Alejandría hasta hoy.
Quería escribirte aquí una carta de amor, recitar el listado de virtudes que te habitan, pero tal vez ya te lo han dicho antes, ya te lo han dicho mucho, y a mí se me escapan las palabras correctas para hacerlo. Una carta de despedida tampoco es, porque en el fondo siento que no puedo, que no lo haré. Que aunque no vaya a estar contigo a diario, lo que generas, lo que me enseñaste y lo que cambiaste en mí no se va a ir. Y es cierto, quiero volver, no sé cuándo, no sé cómo, no sé para qué. Y tal vez no lo sabré pronto.
Es posible, también, que no pueda decir adiós porque soy malísima con las despedidas, me cuesta desprenderme, soltar y aceptar que algo, o alguien, ya no está. En lo que sí soy buena, es en la intuición, y esa me dice que este vínculo no se romperá. Me dejaste, además, las suficientes marcas para no olvidarte, libros y recordatorios, amores y amigos, alegrías y lágrimas, contigo aprendí palabras y manías, me salieron arrugas y canas.
Y como dice Vallejo, “nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo, nos imprimen en la tripa una gran «O», el ombligo. Después, van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como puntos y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas, las manchas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida.”
Tú escribiste un capítulo en mi vida, un capítulo de amor.
Colofón: Me atrevo a decir, aunque seguramente ya lo han dicho antes, que Irene Vallejo escribió un libro de amor, o con amor, un libro que con las palabras más exactas y amorosas recoge lo que, no solo la lectura o el libro como artefacto ha significado para la humanidad, sino más bien, sobre el poder de las palabras, sobre esa relación íntima que tenemos los seres humanos con ellas desde tiempos legendarios, y que seguramente seguiremos teniendo, porque al final, el amor y la palabra, son tan parecidos, tan poderosos y tan intrínsecos a nuestra especie, que pase lo que pase, siempre nos acompañarán en cualquiera de sus múltiples y diversas formas.