Mi casa de la infancia era una casa de bahareque en el barrio Obrero de Cali, era enorme y tenía un patio que me resultaba inabarcable, tenía cinco habitaciones y zonas comunes que dependiendo de la época, y de las finanzas, hicieron de sala, comedor, taller, y restaurante. El techo se caía cada tanto y las paredes se “descascaraban” como la piel después de broncearse. En ella vivimos mi papá, mi mamá y yo durante más de diez años.
Diez años en los que transité parte de la infancia, la adolescencia y una fase incipiente de la juventud. Por ella pasaron familiares, mascotas, amigas y amores. Nos mudamos después de que mi papá enfermó, cerca, a una casa más pequeña; sin embargo, esa casa en pleno centro de Cali será para siempre “la casa”.
La casa desde donde vi el cielo ponerse rojo mientras temblaba. La casa del televisor a blanco y negro y luego del televisor barrigón sin control remoto. La casa de la que sacábamos sillas para sentarnos en el andén a hacer chistes, escuchar las historias de mi mamá y de mi papá y debatir sobre mis primeras posiciones políticas y religiosas. La casa del primer computador, con el que bloqueaba el teléfono para conectarme a internet. La casa que tenía colgados mis diplomas desde primero de primaria hasta grado once.
La casa que sonaba a tango y a salsa, la del tornamesa, la del equipo de sonido, los LPs y los cassettes de Gardel, Julio Jaramillo y la Sonora. La casa en la que se escuchaban las voces de mi mamá y de mi papá entonando “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé. En el quinientos diez, y en el dos mil también. Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos. Contentos y amargaos” y “Las caleñas son como las flores. Que vestidas van de mil colores. Ellas nunca entregan sus amores. Si no están correspondidas”.
La casa donde mi mejor amiga y yo le escribíamos cartas a Mauricio, el muchacho de la casa del lado que con sus ojos claros nos enamoró a ambas. La casa que vio desfilar pretendientes y testigos de Jehová, ambos apabullados por el papá y consentidos por la mamá. La casa en la que hice el amor por primera vez.
Hace poco fui a buscar la casa, en un barrio Obrero que me resultó desconocido, demasiado vivo para mis recuerdos, repleto de gente, turistas y vecinos, dispersos por las calles, bailando, comiendo y bebiendo en esa fiesta común que es la Feria de Cali.
Las calles que en otro tiempo me resultaban larguísimas, solitarias, peligrosas, aparecieron cortitas, coloridas y bulliciosas, y la casa, la que fue mi casa, ahora luce un enorme letrero en su fachada que recita: Auto Fiat Motores.
De la casa, de mi casa, hoy quedan los recuerdos y el vecino de la esquina, el de la tienda, que tal como lo recordaba, lo encontré sentado en una silla en el andén, como si nunca se hubiera movido de allí, aunque todos y todo a su alrededor se hubiera
ido
muerto
crecido
derrumbado
transformado.