‘Todo va mejor’ por Isabel Salas

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El día que nos quedamos sin gravedad cayó domingo. Lo recuerdo porque me levanté tarde y desayuné cereal con banano. Al principio creí que seguía soñando, pero la sensación no me duró más que unos cuantos segundos. Lo recuerdo también porque ese domingo la ciclovía estaba particularmente vacía. Eso solo pasaba los 25 de diciembre […]
Comunicadora social de la Universidad del Valle, especialista en comunicación estratégica de la Universidad Sergio Arboleda y magíster en Gestión Pública de la Universidad de los Andes.

El día que nos quedamos sin gravedad cayó domingo. Lo recuerdo porque me levanté tarde y desayuné cereal con banano. Al principio creí que seguía soñando, pero la sensación no me duró más que unos cuantos segundos.

Lo recuerdo también porque ese domingo la ciclovía estaba particularmente vacía. Eso solo pasaba los 25 de diciembre o en semana santa. Sin embargo, eso no fue lo que me puso alerta. Por el contrario, la ausencia de gente me hacía sentir dueña de la vía, así que ese día, a bordo de mi clásica bicicleta verde, decidí ponerme los audífonos y tararear alguna canción mientras pedaleaba a mi destino.

Había planeado ir a la librería de la 72 y traerme, por fin, el libro ilustrado de Allan Poe que llevaba meses aplazando. Con esa convicción tomé la calle novena, el cielo estaba despejado y azul, tal vez más de lo normal. Iba llegando a la estación del tren, la que está en ruinas, cuando los bichos, no me pregunten qué clase de bichos, empezaron a levitar. Yo pedaleaba y ellos nadaban a la altura de mis narices, de mis ojos y luego por encima de mi cabeza. No volaban, no: le vi ta ban, como si flotaran. No sé cuántos eran. Al principio no muchos y fue divertido verlos, pero a medida que avanzaba eran más y más. Sentí la necesidad de detenerme, tomarles una foto y publicar algún estado divertido en mis redes sociales, pero antes de poder poner los pies sobre el asfalto, me vi flotando también.

“Ay marica, ¡jueputa!”, perdonen, pero fue lo primero que se me salió.

Estiré los pies intentando tocar el suelo, era inútil. Miré alrededor, buscando una mano amiga que, de alguna manera, me ayudara a quedarme en la tierra. A lo lejos, solo encontré a otros como yo. A la primera que vi fue a una mujer, era rubia y delgada, forrada en traje de ciclista y casi de cabeza flotando a un metro del suelo, su rostro pintaba una trágica mueca. Un poco más atrás un hombre joven, de barba perfecta, con una patineta negra nadaba sobre el aire. Yo seguía subiendo, pataliando, luchando contra lo inevitable.

Estaba ya, a unos cinco metros del suelo, con los ojos llenos de lágrimas y el pecho inundado por la taquicardia, cuando los empecé a ver. Ancianos, mujeres, hombres, niños, gente de todo tipo, aferrada al techo de un edificio, de sus pies, como raíces, salían grilletes. Aunque en ese momento me pareció que lucían como los esclavos en los documentales de historia, entendí de inmediato que eran mi mejor opción.

Grité y grité, hasta que inevitablemente me vieron. Una de las mujeres tomó una cuerda, me enlazó con ella y poco a poco me fue acercando hasta su techo. Con ellos lo entendí todo. Me explicaron lo de la gravedad y me ayudaron a regresar a casa. La mujer que me rescató y de la que todavía no sé su nombre, me vendió un grillete, le pagué con mi bicicleta y los billetes que llevaba para el libro. Me lo vendió con descuento, repitió incansable.

Desde ese domingo, yo y todos, vamos con nuestros grilletes a cualquier lugar. Bueno, casi todos, hay gente que no los compra y sale volando por los aires, hasta yo lo he pensado, pero hay que ser valiente para entregarse al universo.

El lunes siguiente, llegaron los primeros grilletes al supermercado. De hecho, en menos de 48 horas ya estaban a la venta por todas partes, empezaron a llegar de colores y con adornos, hasta los habían falsificado. Rápidamente se había descubierto que ese tipo de metal era el único que permitía seguir en la superficie de la tierra. Y bueno, yo me convertí en la mejor vendedora de grilletes en el supermercado, luego en la ciudad y, ahora, en el país.

Y la verdad es que ahora no concibo la vida sin estos aparatos. Seguramente vendrán más inventos, pero este, sin duda, me transformó, y sé que a ustedes también. Así que amigas, amigos, gracias. Adaptarse a vivir con grillete no fue fácil para todos, es cierto, pero lo hemos logrado.

Suelo creer que, ahora que estamos atados a la tierra, todo va mejor.

 

Discurso de Marcela Buitrago para la Convención nacional de vendedores

Supermercados Colonia.

5 de febrero del 20XX.

 

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