El primero de enero del 2020 llegué con ganas, muchas ganas a Porto Alegre. En el aire se sentía la esperanza que genera un nuevo año. El cambio de década parecía la oportunidad de hacer de nosotros algo nuevo. No estaba en mis cuentas, bueno en las de nadie, que vendría una pandemia. Ni el más pesimista hubiera pensado que los siguientes sesenta días serían el escenario de un sin fin de últimas veces.
Pero ahí estaba yo, ignorando el futuro, en un acto de rebeldía. Pasé fin de año en un avión, no tenía claro ni porqué lo hacía. Pero cuando salí del aeropuerto y la ví, lo supe, que ganas le tenía.
Unas ganas de esas que confundes con el amor, que te hacen ser estúpido e insensato. Tanto así que mi cena de año nuevo fue una pizza en el aeropuerto. Estuve acompañada de mi mamá y mi tía que románticamente me acompañaron hasta el último momento antes de abordar.
Tanta era mi insensatez que llegué a Brasil con la idea loca de pasar un mes con una desconocida sin saber más que decir “Obrigada” en portugués.
El nivel de ganas que le tenía me movía, le cociné, le bailé, le escribí, le reí, le lloré. Hasta le prometí que volvería alguna vez.
Fueron 30 días en los que confundí las ganas con el amor. A veces pienso que si la amé, y a veces pienso que solo eran mis huecos con ganas de ser cerrados.
Lo cierto es que con ella tuve muchas últimas veces que aún hoy son un recuerdo vívido. Aún hoy mientras me pongo mi mascarilla recuerdo a esa mujer que era yo. Recuerdo el sol de Porto Alegre sobre mi piel, el calor de la gente en una fiesta sin miedos, las risas en los parques sin distanciamiento.
Hoy sé que las ganas me llevaron ahí, me llevaron a ella y si solo una razón tuviera para amarla, sería que en esos 30 días muchas de mis últimas veces, ella las hizo perfectas.
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