En la aurora del despertar, Piel se enreda entre las sábanas pretendiendo ser descubierta, pretendiendo acariciar el tiempo y deslizarse sin reparo sobre aquellas manos ardientes y sedientas. Desea intimidad feroz, desea prolongarse infinita sobre el amanecer y respirar el Sol con los poros abiertos, tanto, que Sol la sueña libre entre sus brazos. Se ansían por la mañana y se poseen durante el día.
Son casi las 07:00 horas del milenio, Piel se desgasta entre la seda, se dispone exquisita y extensa ante la luz sigilosa que se asoma entre el delirio de sus piernas. Sin más, se envuelven en un vaivén de fantasía y protagonizan un clímax cálido y mojado. Se conciben con tal fuerza que no hay galaxia suficiente ni pensamiento sideral.
Bajo el hechizo de Sol, Piel se permitió el deseo. Se pensó profunda y universal.
Y así, pasmados, obligados a pretendernos quietos, éramos testigos de su voz.
Era por fin su hora en el milenio. Un momento íntimo que se esfumaría en el ocaso.