“Siento que con cada beso la boca se me deshace. Abro los ojos y te encuentro. Alcanzo a ver tus ojos cerrados, los movimientos de tu boca. Tu lengua que sale y lame mis labios. Abres tus ojos, miras a los míos. Ambos sonreímos y volvemos a besarnos. A acariciar nuestras espaldas, a sentir nuestros sexos juntos, nuestras piernas enlazadas.
Suavemente tu mano se desliza por debajo de mi camisa, Acaricias mi espalda. Tu boca se desprende de la mía y baja a la barbilla, al cuello. Aprietas con tus labios mi carne, la pruebas con tu lengua, la lames y la chupas. Me haces vibrar.
Acerco mi boca a tus orejas, estiro mi lengua y la paseo por ellas, por delante, por detrás. Sé que te gusta, tus ojos, tus sonidos, tu cuerpo, me lo dice. Tus manos nos separan. Empiezas a buscar la forma correcta de deshacerte de mi camisa. Nos miramos y volvemos a sonreír. Llevas tu cabeza a mis senos. Me miras, me besas. Abres tu boca para recibir dentro de ella a mis pezones. Mueves la lengua alrededor de ellos, chupas, y vuelves a empezar. Yo me doblo. Mi espalda se curva hacía a ti. Me sostienes con tus brazos mientras busco la manera de dejar libre tu carne, tu piel, los vellos de tu pecho, tu cuerpo palpita atrapado por el saco azul que llevas hoy. Quiero que sea mi lienzo, quiero pintarlo con mis besos, con mi saliva, con mis dientes, con mis uñas y mis dedos.”
Andrés dejó de leer. Sentía el corazón acelerado y la boca húmeda. Un cosquilleo en su sexo. Apuntó su mirada hacía el escritorio. Una avalancha de pensamientos y recuerdos llegaron a él. Habían sido 48 años junto a ella.
Observó sus manos, las arrugas, las manchas, las venas y los nudillos marcados. Esas manos que durante tantos años la acariciaron. Sus ojos se mojaron y un suspiro se escapó. Volvió al texto que tenía en sus manos, ese breve relato que ella había escrito 47 años atrás. Un día de abril de 2016. Uno de esos días en los que se habían amado sin reparo, sin límite.
¿Tendría que decir algo más? La respuesta llegó a él, tan rápido como la pregunta. Se puso de pie, dobló la hoja y la acomodó en el bolsillo del saco negro que llevaba puesto.
Al salir de la habitación encontró que una de sus hijas lo esperaba ansiosa.
– Estoy listo – le dijo.
De pie frente al ataúd, con los familiares y amigos a su alrededor, Andrés empezó.
– Hoy quiero leer algo que ella escribió, que escribió para mí – Hizo una pausa para tragar saliva.
Y entonces empezó a leer. Con esa voz amplia que aún a sus 80 años conservaba. Con esa firmeza de la que ella se había enamorado.
Algunos no lograron evitar las risas, las expresiones de sorpresa, de desagrado. Otros sintieron sus penes erectos, sus vaginas húmedas. A Andrés, nada de eso le importaba.
Terminó de leer, sonrió y dijo:
– Sigues viva en mis ojos, en mi boca, en mis manos, en mi sexo. Mi cuerpo seguirá siendo tu lienzo.