Me duele que, por Felipe Rios

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En aquellos tiempos vivía solo y no hacía otra cosa por las noches que tragar películas y libros. Alquilaba un departamento pequeño en una ciudad ajena, donde había solamente dos tipos de escuelas: las que acarreaban a sus estudiantes y profesores hacia un altar y las que acarreaban a sus estudiantes y profesores hacia un […]
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En aquellos tiempos vivía solo y no hacía otra cosa por las noches que tragar películas y libros. Alquilaba un departamento pequeño en una ciudad ajena, donde había solamente dos tipos de escuelas: las que acarreaban a sus estudiantes y profesores hacia un altar y las que acarreaban a sus estudiantes y profesores hacia un mitin político.

En cualquiera de los dos casos había un componente fundamentalista y adoctrinante que me enervaba. La obligación de decir que sí de varios de esos alumnos y maestros parecía descansar, en realidad, en la actividad colectiva (rezar en voz alta o gritar consignas), mientras que sus conciencias divagaban libremente hacia otros escenarios incluso contrarios. Mi amigo Juan Campos, por ejemplo, era un profesor ultraconservador que secretamente admiraba el orden impuesto por las dictaduras militares del Cono Sur, pero comía hacía un lustro de la escuela pública y cada tanto apoyaba con pancartas y vítores a las autoridades que el Partido del Trabajo proponía. Del otro lado de la balanza estaba Alicia Figueres, casada, tres hijos, maestra de orientación en un colegio privado e hiperevangélico y con quien estuve enredado durante más de medio año. Alicia, diez años mayor que yo, lucía orgullosa una medallita de la Virgen de los Remedios, misma medallita que, en los moteles de la ciudad, aparecía y desaparecía, como en un truco de prestidigitación, de la juntura de sus enormes pechos mientras practicábamos la posición de cowgirl.

Al darme cuenta de que me quedaba sólo una lata de atún y un paquete de pasta en la alacena me dije que debía hacer algo. Así que actualicé mi currículum con las pocas cosas que había alcanzado a hacer al salir de la universidad –cosas que, si no vergüenza, daban risa; esa risa que brota cuando alguien se tropieza con una cáscara en la acera– y fui a la mayoría de las escuelas que quedaban cerca a repartir copias del CV, como si fueran cartas de una baraja.

A los pocos días recibí una llamada del colegio hiperevangélico donde la misma Alicia laboraba. La mujer al otro lado de la línea se identificó como Norma Trinidad Angélica Santos Capellán, coordinadora académica. Me dijo, sin preámbulos, que requerían urgentemente un maestro de Lengua y Literatura para esa misma tarde, pues el profesor Hurtado Caballero se había adelantado. ¿En qué carrera?, pensé, pero no lo dije. Que Dios lo tenga en su gloria, dijo a continuación. Ah, pensé y tampoco dije. El profesor Hurtado Caballero había servido por más de 25 años, y de manera intachable, haciéndole honor más a su segundo apellid que al primero, en ese colegio de formación tradicionalista. Por supuesto, era un vacío imposible de ser llenado. Pensé en el cuerpo aún caliente, aún con rigor mortis, de aquel profesor Hurtado Caballero que no tenía el susto de conocer. Después imaginé lo que aquella coordinadora de voz suavecita estaba seguramente imaginando: que yo era el enterrador, el que daría la paletada final. Queremos hacerle una entrevista rápida, me solicitó, y si todo va bien puede empezar hoy mismo. Así que esa misma tarde me puse la única camisa de manga larga que tenía, me peiné con fijador y adopté en el rostro una expresión muy convincente de puedo-ser-bueno-pero-los-zapatos-del-maestro-Hurtado-Caballero-me-quedan-demasiado-grandes, que seguro les gustaría.

Ese nombre tan rimbombante de Norma Trinidad Angélica blá-blá tomó pronto la forma de un rostro: el de una mujer enjuta, rubia, con el cabello cortado como príncipe valiente. Sonreía todo el tiempo, como si así la hubiese dejado irremediablemente una cirugía plástica hecha en Centroamérica. Antes siquiera de preguntarme el nombre o la experiencia, me soltó: En esta institución tenemos niños muy especiales, señor Racine, no sé si me entiende; niños que están llamados a vivir una misión importante en la vida. Así que la función del profesor aquí es descubrirles y reforzarles esa misión. Me quedé perplejo, pensando un rato largo. Recordé un retiro espiritual al que fui cuando tenía catorce años. El cura que nos guiaba nos regaló una libreta a cada uno y nos dijo: escriban su proyecto de vida, qué se ven haciendo en los próximos 10 años. Yo entonces no quería ser escritor, sino rockero. Fui sincero en ese retiro y le apunté en la libreta que deseaba cantar como George Fisher y formar una banda como Cannibal Corpse. Me advirtió que el maligno tenía múltiples vía de acceso para dañarnos la moral y la autoestima. No me excomulgó, pero al regreso les hizo encarecidas recomendaciones a mis padres. Entendí que algo así se esperaba de mí como profesor.

Miró someramente mi currículum. Señor Federico Racine, siguió: antes que su competencia como docente en Lengua y Literatura nos interesa mucho, muchísimo más, saber si está dispuesto a sumarse a esta importante misión de infundir el bien y la verdad en nuestros estudiantes. Claro, claro, le dije con solemnidad. Ella ensanchó más la sonrisa. Apretó un botón en el teléfono y habló con alguien, casi en clave. Cuando colgó se me quedó viendo, con las pupilas bailando de un lado a otro y sin quitar esa sonrisa que yo sólo había visto en los personajes del videoclip de Black Hole Sun, de Soundgarden. Al poco tiempo vino un hombrón robusto, de bigote nietzscheano, que se identificó como Julio, el prefecto. Julio, le dijo, acompaña por favor al profesor a su salón. El hombre juntó los pies como haciendo un saludo militar y salió sin mirarme.

Lo seguí por pasillos laberínticos que me recordaron tantas cosas –Blackboard Jungle, la academia Tanz, de Dario Argento; una versión bizarra de The Breakfast Club, en fin, en fin–, hasta arribar a una puerta de metal pintada de un naranja brillante. Miré al frente. En una placa podía leerse: «1408». Miré a un costado: un auxiliar, vestido con mono azul, podaba las matas de los jardines mientras lloraba copiosamente sobre ellas. Señor Racine, dijo Julio, el prefecto, sacándome del hechizo: ésta es su aula. La abrió, me invitó a pasar con algo que sentí como un empujón y cerró la puerta tras de mí.

Me quedé congelado, con el morral de libros colgándome del hombro. Ellos, 20 ó 25 adolescentes, se quedaron quietos también, pero mirándome todos al mismo tiempo como los niños rubios y de ojos luminosos de Village of the Damned, de John Carpenter. En eso pensé: carajo, están queriendo entrar en mi cabeza, están queriendo colonizar mis pensamientos. Imaginé, como hace Christopher Reeves, un muro bien sellado para impedir esa telepatía perversa. Pero en realidad no les interesaba hacerme nada, sólo tenían una curiosidad peregrina por saber quién reemplazaría al irremplazable maestro Hurtado Caballero (por cierto, ¿de qué habría muerto?, ¿lo habría matado Helena Markos ahí dentro de la academia Tanz?) y luego por seguir con sus conversaciones.
Miré el temario. Acentuación y ortografía. Sintaxis. Vicios del lenguaje. Tipos de texto. Algo de poesía, poquita. Algo de cuento, más poco aún. Esa primera clase traté de llamar su atención leyendo en voz alta un poema sobre el amor de pareja. Unos dormían, otros escuchaban música, pero la mayoría, en verdad, generaban una muro de sonidos, gritos y risas que, pasado unos minutos, se me volvió un white noise. Esperen, esperen, dije, y probé con un poema sobre la tristeza. Nada. Sólo dos estudiantes en primera fila intentaban comprender y anotar algo en sus libretas. Antes de terminar esa hora de clases, un alumno de apellido Morgan se subió a una banca, empezó a brincar como chimpancé y a gritar: ¡Profe, tengo déficit de atención!, ¡¡¡tengo déficit de atención!!!

Salí de esa primera sesión así como entré: igual que un fantasma. Repararon en una presencia, pero prefirieron no mirar y no creer.
Prácticamente no pude nunca hablar a volumen normal en ese salón. No quería, al comienzo, recurrir a los dispositivos represores de siempre (exámenes sorpresa, expulsiones del salón, reportes de conducta), pero en un momento de desesperación lo hice. Excepto las dos alumnas que se sentaban adelante, que parecían gemelas y que respondían a los apellidos Urquiza y Benavente, los demás reprobaron olímpicamente.

Había un solo momento en el que aquellas fieras y furias parecían apaciguarse. Cada mañana había misa obligatoria para todo el colegio. Los alumnos bramaban y chillaban justo antes de entrar en la capillita en la que se celebraba dicha misa, pero una vez dentro parecía como si el espíritu santo se apoderara de ellos y los dejara estáticos, completamente en paz. Agachaban la cabeza, se arrodillaban compungidos y recibían la comunión. Pero tras la bendición, cruzaban la puerta y se desbandaban, como la estampida de bisontes en la que muere Mufasa.

La capilla era el único lugar silencioso en ese colegio, así que después de intentar la imposible misión de dar clases, me iba allí a corregir exámenes, a leer o simplemente a respirar. Una vez la misma Alicia Figueres me encontró sentado en las primeras filas. Se puso a mi lado, de rodillas, y sostuvo la frente en sus manos juntas. Cerró los ojos y empezó a susurrar: ¿estás cumpliendo con nuestra misión? Al comienzo no supe si le estaba hablando directamente a Nuestro Señor Jesucristo o a mí. Como no respondí, entreabrió un ojo. La verdad no sé, le dije. ¿Cómo te va con el grupo?, me preguntó. La verdad no sé, repetí. Le hablé de Morgan. Le hablé de Benavente y de Urquiza. Sebastián Morgan la está pasando mal, me susurró Alicia: su papá no regresa a su casa desde septiembre. Paola Benavente depende del metilfenidato y Matilde Urquiza… bueno, es hija de quien te debes estar imaginando. Sí, me lo imaginaba: el mismo director de la escuela a quien ciertos profesores llamaban El Señor Oscuro. Qué me sugieres, entonces, le pregunté en desesperación. Nada, me dijo. No hagas nada, sigue con lo tuyo. Enfoca tu mente en darles información que te parezca relevante y enfoca tu corazón aquí, dijo, tocándose la medallita de la Virgen y al mismo tiempo el canal que hacían sus senos, lo que me confundió. Se levantó y se persignó. Inclinándose de nuevo me dijo, muy cerca del oído: donde siempre, hoy a las ocho.

Esa noche, después de tener a Alicia sobre mí dos veces –seguro el marido era el dominante en el juego sexual–, me quedé despierto mirándome a mí mismo desnudo en el techo de espejos de aquella habitación de motel.
Pensé en lo que me había dicho y en lo que haría.

La clase siguiente el syllabus marcaba «escritura de textos descriptivos». Traspasé el muro de ruido con un grito desgarrador, que me vino del diafragma, como el que Tom Araya al comienzo de «Angel of Death». Ya callados, les grité, enojado, que pensaran en algo que realmente les doliera. Descríbanme en un papel algo que realmente les pudra el alma. Aquellos niños de Village of the Damned me miraron perplejos. Si alguien me habla de la guerra en Medio Oriente, se lo regreso. Si alguien me habla del maltrato animal, se lo rompo. Si alguien me habla de la hambruna en la sierra, lo repruebo. Esas cosas no les duelen. Ustedes creen que sí, porque están envenenados por la tele y por el discurso complaciente de sus padres, pero no es así.

Silencio absoluto. Entonces me aventuré:

A mí, por ejemplo, me duele que la mujer que me gusta y con la que disfruto tener sexo sea una moralista hipócrita y esté casada con otro.

Un silencio aún más tenso.

Piensen, jóvenes. Piensen y sientan: a ustedes, ¿qué les duele de esta vida de mierda que están llevando?

Y entonces, Benavente soltó el llanto. Le siguió Morgan y le siguió Fernández y Arriaga y Baltazar y Schiavon y el de más allá, y el de más allá, y de pronto, como si estuviéramos dentro de un cuento malo de César Aira, la situación tomó un giro inverosímil donde los estudiantes comenzaron a escribir con furia, con pasión y vehemencia, mientras de los ojos caían goterones de lluvia tropical sobre los cuadernos, y los cuadernos se arrugaban ante la velocidad de las plumas que querían quedarse sin tinta, y los llantos se tornaron, en algunos casos, verdaderas vociferaciones, improperios contra los padres, insultos contra los aparatos ideológicos, escupitajos verbales contra todo agente socializador, y mientras ellos rayonaban de arriba abajo, en diagonal, de izquierda a derecha y viceversa sus hojas, yo les gritaba, con voz de profesor de educación física: vamos, vamos, sáquenselo del sistema, sin censura, cáguense en todo, escriban sin parar y sin cortarse, vamos, escriban sobre aquello que les causa un dolor que los deja sin respiración, adelante, si les duele algo, cuéntenmelo, la vida es un puto caos y están llamados a vivir ese caos como buenamente puedan, escriban, que salga esa rabia, que salga esa tristeza, esa furia, quiero escritos llenos de palabrotas, textos que tengan “mierda”, “chingada”, “culo”, “coger”, “idiota”, “pendejo” en cada renglón, que no haya párrafo donde no manden todo al reverendo carajo, cuéntenme: ¿qué odian?; cuéntenme: ¿de qué se sienten esclavos?, griten en sus composiciones lo mucho que están hartos y griten que no van a soportarlo más; griten lo mucho que quisieran dejar de pensar en la entelequia de que hay un futuro esplendoroso, sean punks, punks reales: no hay futuro ni esperanza de que las cosas vayan a mejorar, vamos, escriban hasta que les sangren los dedos, hasta que se les exprima el cerebro y se les derrita el corazón…

Solo Matilde Urquiza no participó de la dinámica. Se quedó allí, medio lloriqueando, con los brazos cruzados.
Esa tarde no hubo sexo. Alicia se fue con su esposo y los niños a ver la última película de Disney y yo me quedé en mi departamento descifrando, como un paleógrafo, aquellos 25 escritos que hablaban, entre improperios y blasfemias, de un terror a las madres que, de la nada, se volvía aversión; del miedo que les causaba ser tan jóvenes y tan farmacodependientes; de la escuela, que les decía que eran especiales y los confundía en una esquizofrenia simultánea de disciplina y permisión; que eso de la salvación, la conversión y el nacimiento espiritual atentaba contra el derecho de todo ser humano a equivocarse. Uno hablaba de un hermano gemelo muerto. Otro, de cocaína. Otro más, del amor imposible por una maestra.

Aquello era poesía destilada. Me dediqué a transcribirlo todo en la computadora.

Quedaba una semana para terminar el periodo escolar. Julio, el prefecto, me dirigió la palabra por segunda vez en todo el ciclo para preguntarle cómo iba con los proyectos finales. La verdad no sé, le dije con sinceridad: yo espero que bien. Con todo lo escrito hicimos panfletos anarquistas que repetían el mismo encabezado: «Me duele que…». Nadie, ni ellos mismos, sabían quién había escrito aquello que los lastimaba. Sigilosamente los pegaron en los pasillos, los pasaron debajo de las puertas, los dejaron en las oficinas, intentaron que el director y la coordinadora los vieran en algún sitio. Hubo una hermosa lluvia de panfletos «Me duele que…» en la cancha de futbol y en la de rugby. Me quedé viendo todo ese pandemonio complacido, con los brazos cruzados. ¿Habrá visto así Nerón las llamas correr por Roma?, ¿habrá visto así Vladimir Ilich Ulianov la toma del palacio de invierno?
Profe, me dijo una voz tenue a mis espaldas.

Era Matilde Urquiza. Oye, profe, te llaman de la Dirección.

Ahora era Urquiza la que se cruzaba de brazos, complacida.

Cuando entré a aquella oficina vi sentado en un amplio sillón al director, Carlos Raúl Urquiza, el Señor Oscuro. A su lado derecho, Norma Trinidad Angélica Santos Capellán, la rubia enjuta de la sonrisa ancha, que ahora no sonreía. Y a su lado derecho, la pobre Alicia. Una sola vez había visto ese rostro, y fue cuando me reclamó el haberla llamado directamente a su casa después de una de esas noches de motel.

Señor Racine, asiento por favor.

Afuera la escena parecía un motín carcelario. Julio, el prefecto, se había multiplicado en varios Julios-prefectos, como los agentes de la Matrix, e intentaban controlar a las fieras que seguían pegando papeles, tratando de hacerse escuchar.
Supongo que sabe el motivo de esta entrevista, empezó el Señor Oscuro.
Negué con la cabeza, con las cejas levantadas.

Nos enteraron de un proyecto final fuera de todo contexto, señor Racine.

¿Cómo así?

No estamos en contra de que nuestros alumnos externen asuntos que los aquejen. Pero, ¿así, señor Racine?, ¿diciéndole que a usted le dolía no poder ventilar una aventura con una de nuestras orientadoras espirituales?

Mientras decía esto, el cabrón indicó, sin pudores, a Alicia.

¿Y esto no le duele, señor Racine? Más que su asunto personal tan impúdico con la señora Figueres, ¿no le duele más esto que ha provocado?

Con su otra mano indicaba la ventana. Vi a Morgan trepado en un banco, ahora gritando: ¡no lo aguanto más, no lo aguanto más!
A Alicia se le humedecieron los ojos. Pensé que en toda revuelta social es inevitable salir mutilado. Me levanté sin responder, porque al poder no hay que darle información, y salí de allí con una inclinación de cabeza.

Después me empleé un tiempo en una biblioteca y más tarde en una librería. Me casé, tuve hijos y publiqué libros de ficción. Volví a dar clases, ahora en una escuela de esas de conciencia social y pensamiento crítico, donde les hablé todo el tiempo de que no había doctrina más subversiva que el humanismo cristiano.

Nunca supe si había perdido o había ganado en ese semestre tan evangélico y revolucionario, como tampoco supe más de Alicia (hablarle hubiese sido merecer su odio). A quien vi hace poco, en el supermercado, fue a Morgan. Estaba casado y se había reproducido. Iba con su esposa y un niño pequeño sentado en el carrito. Me contó que habían demolido el colegio para construir una plaza comercial. Dijo lamentarlo, pues hubiese querido que su hijo recibiera la misma educación de calidad que él.

Trampas de la nostalgia, Morgan, le dije palmeándole un hombro.

Me duele la nostalgia, profe, acabó diciendo.

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