‘Lo que uno piensa cuando batalla contra el tiempo en un baño cuando está en bachillerato’ por Mateo Sanabria Rodríguez

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¿Quién es más cruel que el que es cruel consigo mismo? ¿Nos hace masoquistas el gusto por la crueldad? ¿Somos los culpables de nuestros propios males? ¿Los merecemos? Todo eso me preguntaba en mis clases del bachillerato porque era más interesante que prestar atención a las lecciones. Mientras el profesor dictaba la materia, me sobraba […]
Comunicadora social de la Universidad del Valle, especialista en comunicación estratégica de la Universidad Sergio Arboleda y magíster en Gestión Pública de la Universidad de los Andes.

¿Quién es más cruel que el que es cruel consigo mismo?

¿Nos hace masoquistas el gusto por la crueldad?

¿Somos los culpables de nuestros propios males?

¿Los merecemos?

Todo eso me preguntaba en mis clases del bachillerato porque era más interesante que prestar atención a las lecciones. Mientras el profesor dictaba la materia, me sobraba el tiempo para perderme y escucharme. Me mordía las uñas porque imaginaba que esa sensación me liberaría de algo que hoy denomino “ansiedad” y porque, en ese instante, quería creerme el dueño y señor del tempo. ¿No sería cruel conmigo mismo quedarme allí sabiendo cuanto sufría? ¿Tenía otra opción? Allí fue cuando me di cuenta de que merecía lo que pasaba, pues era responsable por mis decisiones… 

Sabía lo que pasaba.

Y entonces caí.

Toqué fondo.

Esa misma tarde corrí hacia el baño del primer piso. Jamás permitiría que los demás me vieran. Aquel lugar blanco era perfecto. ¿Quién presta atención a lo que hace la otredad en un baño? Seguí una secuencia que tal vez para otros era normal, salvo por el último paso.

Abrí la llave. 

Sostuve el jabón.

Mojé mis manos pálidas.

Noté que de mis dedos no escurría agua transparente (valga la redundancia), sino una fuente roja que nacía desde mis uñas. En ese momento, me rehusaba a decir que era “sangre”: no lo quería creer, me parecía que si lo pronunciaba en voz alta, lo que veía se volvería real y dejaría de ser inocente; preferí no hacerlo. Retrocedí y comprobé que nadie me estuviera vigilando. Si algo fuese peor que el dolor, sería la lástima. Por lo tanto, me lavé las manos de prisa hasta que el agua volvió a ser traslucida. 

Estaba a salvo.

Al menos eso creí.

Al menos me gustaba convencerme de ello.

Siempre fui bueno engañándome.

Me sequé y se me ocurrió volver a pensar sobre la crueldad, solo que esta vez no divagué en mis pensamientos, sino en lo que tenía frente a mí. Miré fijo a mis manos, todavía con restos de líquido, y me pregunté:

¿Quién sería tan cruel para hacer algo así?

Es verdad… Yo lo hice. 

Me asusté.

¿Será que soy masoquista?

¿Me gusta?

Ya no quería pensar, quería eso que desaparece cuando es nombrado: si-len-cio.

Salí de allí tan pronto como pude no sin antes comprobar que no había dejado rastro. Tal vez sería impresión mía, pero comencé a caminar cada vez más rápido en lo que subía hacia el tercer piso del colegio, no muy seguro del porqué. Tenía, de nuevo, esa sensación del tiempo, de que me estaba persiguiendo para cobrarme esas veces que había tratado de huir y de ser más veloz que él.

En el tercer piso tuve un nuevo panorama. El silencio que tanto deseaba se alineó en una voz. Pensé, ¿qué sería más cruel conmigo mismo que quedarme aquí?

Tal vez.

Tal vez irme y no saber si fui capaz de sobrevivir.

Y con ese pensamiento… Detuve el tiempo.

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