#LaPostal: Grand Central Terminal

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#LaPostal es una propuesta creativa en la que la periodista Isabel Salas escribe relatos posibles a partir de fotos tomadas en diferentes lugares del mundo por el fotógrafo colombiano Michael Vanegas.    Fui en invierno porque quería sentir la nieve en la cara. Sobre el pelo y la ropa, debajo de las botas. Habían pasado nueve […]
Comunicadora social de la Universidad del Valle, especialista en comunicación estratégica de la Universidad Sergio Arboleda y magíster en Gestión Pública de la Universidad de los Andes.

#LaPostal es una propuesta creativa en la que la periodista Isabel Salas escribe relatos posibles a partir de fotos tomadas en diferentes lugares del mundo por el fotógrafo colombiano Michael Vanegas

 

Fui en invierno porque quería sentir la nieve en la cara. Sobre el pelo y la ropa, debajo de las botas. Habían pasado nueve días desde mi llegada a Nueva York y ni un solo copo había caído. El martes anunciaron en las noticias una tormenta de nieve próxima, en dos o tres días; en dos o tres días, ya me habría ido. 

Ese día me puse la chaqueta, el gorro, la bufanda y los guantes. Eran mis primeros menos dos grados de temperatura. 

Como lo había hecho en los últimos nueve días, Lu llegó puntual y me esperó en la puerta del hotel, creo que mis movimientos eran más lentos que de costumbre, me sentía como Bibendum, el muñeco Michelin preparado para recorrer el ártico. Caminamos por la Quinta Avenida rumbo al MET, le conté un par de chistes en el camino y con uno de ellos logré una carcajada. Se detuvo un par de veces, cansada de caminar, e intentó sentarse en el andén sin grandes resultados, al instante daba un brinco y se paraba.

– Es como poner las nalgas sobre hielo- dijo la segunda vez.

Sabía que no le gustaba el frío. Sabía que no se comía el borde de la pizza. Sabía que solía decir que no soportaba la música de Lady Gaga, aunque a veces la escuchara. Sabía que amaba el pan caliente con coca cola. Sabía que con las gafas oscuras no tapaba las ojeras como le decía a todo el mundo, tapaba una pequeña manchita en el párpado izquierdo que nadie más que ella notaba. Sabía que prefería a los gatos, antes que a los perros. Sabía que se presentaba como Lu, porque Lucrecia le parecía nombre de señora.

En el MET, no pasó de la sala de arte griego y romano, se perdió entre las más de 50.000 obras y usó su cámara nueva para tomarle fotos a Hércules, Sócrates y Epicuro, como si no fueran esculturas y bustos, sino modelos esperando por ella. 

– Es increíble que tengan más años que Cristo y sigan tan bellas, tan intactas- dijo mientras guardaba la cámara en su estuche gris.

– Mañana me voy y todavía no sé porqué sale humo de las alcantarillas – le dije en la salida.

– Mañana no puedo verte – anunció como un juez que lee una sentencia. -Pero, no quiero que nos despidamos sin que compruebes que the whispering gallery funciona – completó.

Llegamos a la Grand Central Terminal pasadas las 6 de la tarde, las nubes transitaban de la luz a la oscuridad, pintando el cielo con frágiles pinceladas de color lila. Ella sabía que era mi momento del día favorito, se lo había dicho en la clase de la universidad en la que nos habíamos conocido y se lo había repetido durante los siguientes años, más veces de lo necesario. 

– Tranquilo, toma las fotos que quieras – me dijo con ese tono maternal que nunca entendí si era de paciencia o de hartazgo. 

Disparé veloz. A los edificios y sus infinitas ventanas, al andén mojado por la lluvia y al reflejo de los charcos, a las señales de tránsito, a la fachada de la Estación y a ella.

Una vez dentro, caminamos rápido, se notaba que tenía afán. De pronto, me pareció que era una neoyorkina más.

– Hazte en esta columna y yo me hago en la de allá, espera a que levante la mano para acercarte, te haces justo aquí, me despido primero y luego hablas tú – me explicó como piloto de avión anunciando el aterrizaje. 

Nos abrazamos brevemente, entre un montón de creyentes en el amor que tras de nosotros hacían fila para pedir matrimonio y aceptarlo. Lu se dirigió hacía su columna con pasos cortos, casi saltos.

– Gracias por venir – me dijo susurrando desde el otro lado del enorme pasillo, por entre las columnas. 

– I live in Grand Central Station. Tonight I’m not takin’ no calls. Cause I’ll be dancin’- le dije yo, intentando cantar.

Se separó de la columna atrapando su risa en las mejillas, me miró con los ojos entrecerrados, levantó la mano derecha empuñada y elevó el dedo corazón. Yo reí mostrando los dientes y entonces ella, también los mostró. Me dio la espalda y se alejó. 

Esa, fue la última vez que la vi. 

Cuando salí de la estación, al fin, estaba nevando.

 

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