‘La perspectiva’ por Christian Pedroza Beltrán

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De Skif-Kerch - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=43310426
Comunicadora social de la Universidad del Valle, especialista en comunicación estratégica de la Universidad Sergio Arboleda y magíster en Gestión Pública de la Universidad de los Andes.

Pasaba por la perspectiva Nekvsi cuando me encontré a un sujeto de particular semblante, diría que su expresión generaba una extraña atracción. Vestía saco gris, bufanda de lana, pantalones de lino, zapatos de charol y una gabardina muy gastada. Su cara era ovalada, con una barba incipiente y unas cejas muy pobladas. ¿Qué fue lo que me llamó la atención de este personaje, aún no sabría explicarlo? 

Me encontraba en Leningrado buscando unas medicinas para la pobre Giulia, la hija del casero de mi edificio. Llevaba cuatro horas paseando arriba abajo las calles de la ciudad, estaba cansado y un poco molesto. Ser de provincias dificulta mucho las cosas. Por un lado, las personas de la ciudad quieren estafarte y humillarte, por el otro lado no conoces los códigos y los usos que se desarrollan entre los habitantes de la urbe. En la última farmacia a la que entré me dijeron que los medicamentos para los sifilíticos eran muy escasos y preciados en Leningrado, tendría que pagar mucho dinero y pedir por encargo su envío desde Zúrich. Salí del barrio de los farmaceutas, sus calles limpias y relucientes, tanta asepsia, me producían una sensación de fastidio. Me dirigí al parque de los veteranos, quería contemplar el paso de la gente, dejarme ir entre la multitud. Estaba tan cansado. ¿Qué le iba a decir a la pobre Giulia? ¿Qué le diría a mi casero, al cual le debía algunos kopeks? Caminé hasta que mis gastados zapatos me recordaron su estado por un dolor agudo en los dedos de los pies. Me encontraba en la perspectiva Nekvsi; solo, aturdido y muy agotado. 

Reparé en la soledad que me acompañaba, solo en una calle de la gran ciudad de Leningrado. El lugar era mío, era dueño y señor de un lugar. Salí de mis pensamientos, preferí abstraerme en la observación minuciosa de la perspectiva que tenía ante mis ojos. Una gran arboleda de tilos y robles se extendía desde mi posición hasta el final de la perspectiva, parterres con todo tipo de flores aromáticas y de colores vivos acompañaban el paseo que estaba bajo los árboles. Calles adoquinadas que semejaban una pista de leche congelada. Edificios relucientes como espejos al sol. ¡Qué esplendida vista! La belleza de los lugares se aprecia en soledad. Descansé cerca de media hora de mis pensamientos, parado en el comienzo de la perspectiva Nekvsi. No había Giulia, no había casero, no había farmacia. Qué había. Un hombre que observa una calle de una gran ciudad. 

Mis ojos se estaban cansando de observar tantos detalles, necesitaban un punto en donde enfocar la mirada. Cerca del puente que divide el lago central de la perspectiva Nekvsi observé un bulto, una sombra que iba cobrando forma. Era un hombre con una gabardina muy gastada. La primera impresión que tuve fue de desagrado, cómo era posible que este sujeto interrumpiera mi soledad, por qué invadía el espacio que compartía con la perspectiva. Qué ridículo. Extrañamente su informe existencia cobraba más atracción en mí a medida que lo detallaba más. Ya he mencionado su vestimenta y su particular rostro. Era muy paradójico, su aparición me molestó, sin embargo, su materialización progresiva me interesó. Decidí acercarme, algo me llamaba. Podría decir que era su informe forma de atraerme. 

Al llegar al puente, debo mencionarlo, porque, así como lo sentí aquella tarde, aún lo siento hoy que recuerdo, su olor era muy fuerte. Una sensación de malestar se iba apoderando de mí a medida que me acercaba al hombre, sus contornos se iban materializando y así su olor se hacía más patente. No comprendo que extraña atracción ejerció su informidad en mí y tampoco entiendo por qué razón su cuerpo hedía aquel aroma nauseabundo. Cuando lo tuve enfrente decidí dirigirle la palabra, hacerme a la idea de que nuestro encuentro podría ser casual, pero me traería algo de provecho. 

  • ¿cómo se encuentra, buen hombre? —acerté a decirle mientras mi nariz se anegaba en su extraordinario olor.

Creo que mis sentidos estaban supremamente afectados por la sobreexposición que tuvieron ese día. Primero, el día fue azotado por un sol incandescente, lo que afectó mi piel; Leningrado estuvo particularmente ruidosa por la conmemoración de la Gran Guerra Nacional, mis oídos estaban adoloridos; la visión pura de la solitaria perspectiva Nekvsi me hizo llorar y el encuentro con el hombre de la gabardina me hizo sentir picor en la nariz. Estaba sobre-estimulado. Digo esto porque sucedió algo extraño, no entendí lo que me respondió; creo que, y soy muy amable con el lenguaje, su respuesta fue: Blah. Lo primero que sentí fue frustración, cómo era posible que este ser repulsivo interrumpiera el único momento de paz que tuve después de que recorrí la ciudad y no encontré los medicamentos de Giulia. Apareció en mí un deseo incontrolable de matar, quería estrellar la cabeza de este hombre contra el adoquinado blanco de la perspectiva. Mas no lo hice, no porque un sentimiento de prudencia me obligara a hacerlo, sino porque el sujeto seguía diciendo blah, blah y blah. Me sorprendió su balbuceo. Volvió a mí el deseo de aporrear a este cristiano contra el suelo. Romperle la crisma, sin embargo, no me decidí, algo me lo impidió. Decidí tomar una decisión salomónica, lo agarré de las solapas del abrigo y lo zarandeé mientras le espetaba en la cara:

—¿Por qué no hablas como te lo enseñé? ¡Habla como lo practicamos!¡Habla, maldito!

Me asombró mi reacción contra aquel pobre diablo, por qué lo conminaba a hacer algo, ¿a cuál acuerdo me refería? Por qué diablos llegué a ese nivel de histeria. Me asusté y me arrodillé ante el vagabundo mientras seguía con su blah, blah y blah. No podía esconder más la causa de mi enojo, aquel hombre me recordaba a Giulia. Mientras lo estrujaba como a un costal de papas lo que veía era el cuerpo yaciente de la interdicta, la hija de mi casero. Era un acceso de ira, una emoción que tenía su raíz en la culpa. Quise hacer de mi viaje a Leningrado un viaje de expiación. Sí, expiación. Giulia, la hija de mi casero, la enferma mental, la mujer a la que le enseñaba a hablar mientras limpiaba mis botas al llegar del instituto. Ah, Giulia, yo fui su primer amor, yo la contagié de sífilis. Qué terror sentí al saber que no conseguiría en Leningrado los medicamentos de aquella pobre diabla. El remordimiento me hizo violento con un pobre imbécil. Me levanté y lancé al vagabundo contra una butaca de la perspectiva. Sequé las pocas lágrimas que tenía y corrí. La pobre Giulia moriría pronto y todo me daba igual. Soy un ser infecto.

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