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La novela de Pilar Quintana, La perra, fue publicada en 2017 y ganó en 2018 el Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana. El libro se enmarca en el pacífico colombiano, en su gente, sus tradiciones y en el paisaje que los domina a todos. Es una apuesta que redescubre ciertas voces del pacífico a través de la del narrador, quien presenta a Damaris, una mujer afrocolombiana con el deseo frustrado de ser madre, a partir de una mirada ajena pero cercana.
La obra y la trama están centradas en la protagonista, Damaris, y su deseo de ser madre reflejado en la perra, a la cual nombra como habría llamado a su hija, en un mundo salvaje que toma y devora. El mar y la selva son dos monstruos que rigen el mundo de Damaris. En este sentido, lo que se narra está guiado por la relación de Damaris, la perra y el mundo y lo que causan en ella: el mar se lleva a Nicolasito y lo devuelve luego de 34 latigazos a las piernas de una Damaris niña; la selva se lleva a la perra, volviéndola una extraña para la mujer; del mar viven también porque Rogelio es pescador; el mar los aparta en el acantilado; son los gallinazos quienes anuncian las muertes y despiertan la culpa de Damaris cuando ha asesinado a la perra, pues señalan el lugar en donde dejó al animal; y es la selva terrible la que le parece apropiada para perderse y castigarse.
En efecto, la construcción de la obra y de la trama gira en torno a la relación de Damaris con la culpa y el deseo de un hijo que no le es permitido en su mundo. La culpa, el deseo y el mundo son el crisma por el cual el narrador relata los capítulos de la vida de Damaris con una sencillez del lenguaje que habla de cercanía, pero no de mimetización; se trata de mostrar mas no encarnar. Por ejemplo, el lector sabe que para Damaris es fundamental cuando el mar devora a Nicolasito, pero en la lectura es un parpadeo, un abrir y cerrar de ojos que no permite ahondar en la psicología de la protagonista, sino que la insinúa. Es un abrir y cerrar de ojos que quedarán marcados por años con cada latigazo que el tío le propina y le será recordado cada vez que el mar tome y devuelva un cuerpo.
Es, entonces, la narración de un espectador; por eso tampoco se ahonda en el drama de los padres del niño: al narrador-espectador solo le es permitido contar lo que ellos significan para Damaris. Es así como el narrador y el lector se ven atrapados en un ritmo envolvente pero lejano. Allí son visitantes. Esa parece ser la intención: narrar a Damaris, Rogelio, Luzmila, Doña Elodia, la perra, al tío Eliécer, al mar, a la selva, a los sobos y rezos, etc. Desde la perspectiva de una mujer enajenada a su realidad, que vive subyugada a su entorno y se relaciona con el mismo en tanto le es útil o le quita algo; en tanto le otorga placeres, la frustra, le genera culpa y la lleva a reaccionar como él mismo: devorando, matando.
Por consiguiente, se puede apreciar la labor de artesanía de Quintana en la cual el narrador no tiene como pretensión hablar como Damaris, sino como un extraño que la observa en su relación con lo que el mundo tan poderoso le impone. Por lo tanto, el foco se mantiene en las acciones y en el ambiente, y la voz del narrador las cuenta con sencillez, habla de hechos sin hacer juicios ni inmersiones. Ese es el poder de esa voz, su sinceridad se trata de hablar sobre una mujer ajena en un mundo difícil y desconocido sin usurpar su voz, sino dándole espacio con la voz del narrador, con su lenguaje.
Por lo mismo, los personajes cumplen sus papeles de acuerdo con este principio y esas son sus apariciones: Rogelio es violento o práctico, pero está ahí cuando Damaris lo necesita porque el mundo le niega o quita cosas, hay cierta calidez que se sugiere; Nicolasito es el fantasma que alimenta la culpa; la perra es la maternidad incumplida, de nuevo, porque le es arrebatada por la selva. Finalmente, ellas se desligan y la culpa y un respeto sagrado por la memoria del niño que se perdió en el mar serán el detonante final para que Damaris mate a la perra cuando ve destrozadas las cortinas del niño. No es un acto de maldad, sino que la perra ya no es de ella, sino del mundo, y quiebra el límite cuando destroza la memoria del fantasma que también devoró el mar; asimismo, la culpa y el deseo frustrado la llevan a reaccionar con la misma violencia del mundo en que siempre ha vivido y que el narrador ha creado hasta hacerlos casi entidades. Por lo que, al terminar el acto y ver que viene Ximena, le parece una buena opción perderse finalmente en ese monstruo, “para perderse como la perra y el niño de las cortinas de Nicolasito, allá donde la selva era más terrible”, (La perra, pág. 108).
En conclusión, el valor o la fuerza narrativa de esta novela radica en su sencillez y concreta construcción. La autora construye un espacio apabullante que inunda todos los espacios de la vida y lo hace con sencillez. La narración de la vida de Damaris puede parecer ajena o simple cuando hay dramas que a uno le habría gustado se desarrollaran más (como la muerte de Nicolasito) porque parecen más conmovedores; pero es ahí donde radica el encanto de la novela, en que nos dirige la mirada hacia esta mujer que ha sido abandonada y quien ha perdido a otros ante el mundo que la rodea —sin perderse ella—, un mundo que está muy bien caracterizado. Nos dirige la mirada como diciendo: no te puedo decir todo de ella porque no soy ella, pero te puedo mostrar. Es una mirada ajena pero cercana sobre Damaris y su perra, sobre la culpa y el deseo.