El hombre que no fue Jueves y El efecto Bilbao o la nostalgia por el juego: una lectura mamerta, por Ricardo Tello Tovar

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Podría decirse que la literatura sobre literatura es tan antigua como la literatura misma. No me refiero a la que versa sobre vidas de escritores, sino a aquellas formas de arte literario que son conscientes de su condición de artificios y emplean esa consciencia como medio, como tema, como vehículo para la creación. La literatura no como […]
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El hombre que no fue jueves

Podría decirse que la literatura sobre literatura es tan antigua como la literatura misma. No me refiero a la que versa sobre vidas de escritores, sino a aquellas formas de arte literario que son conscientes de su condición de artificios y emplean esa consciencia como medio, como tema, como vehículo para la creación. La literatura no como tema, sino como campo de posibilidades. Con el tiempo la exploración de los límites de —llamémoslo con fines argumentales— género, se fue convirtiendo en un juego que encontró dos de sus más importantes exponentes en el siglo XVI y XVII con Cervantes y Sterne, respectivamente. El primero, entre muchos otros aciertos, enfrentando a sus personajes a su propio texto y desligándose de él mediante la creación del historiador moro Benengeli, y el segundo haciendo malabares y llevando al extremo la interacción con el material literario, con la concepción de género, con la imposibilidad de la biografía y el realismo, la condición de la obra como objeto material y el diálogo final con el lector.

Las formas de estos textos meta literarios son incontables. El recurso ha sido ampliamente explotado, en todos los medios se han manejado dispositivos que permiten la difuminación de la frontera entre lo real y lo ficticio, por ejemplo la ruptura de la cuarta pared y la participación del lector/espectador. Los videojuegos, el cómic y la publicidad son las formas más comunes de esta narrativa.

Siendo rigurosos, la participación y reconstrucción de la obra por medio de la interacción con el lector/espectador —lo único de cada experiencia— es algo inevitable, lo que me llama la atención es cuando es eso lo que se hace explícito, cuando el texto/la obra revela sus propias argucias y mecanismos. Este recurso es ampliamente usado en la literatura de habla inglesa.

Es lógico que la narrativa colombiana no se haya preocupado por explorar estos lugares de sátira y juego, al menos no lo suficiente, debido a una comprensible preocupación por la interpretación y reconstrucción de realidades, tiempos espacios, una historia fragmentada; la reiterada narración de la violencia y el conflicto, de la miseria, de la mal llamada otredad.

De espaldas a la tradición realista de novela de denuncia, separándose de esa línea de escritores comprometidos y de literatura —llámese— social, Constaín y Ferro construyen otros espacios y amplían el espectro artístico, recuperan posibilidades de diálogo, caminos para la expresión y el debate. Soy capaz de comprender la visión de una escritura desapegada del factor sociopolítico, de la misma forma en que puedo aceptar la idea de nación y de identidad nacional —identidad política— como ficciones, y en ese sentido considero que ambos textos aciertan: en primer lugar revelan su condición de invenciones literarias: recuerdo en El efecto Bilbao las intromisiones del narrador para hacer visibles las posibilidades de escritura que tiene la historia y de sus propias decisiones conscientes, y en El hombre que no fue Jueves ese momento en el que una mosca se posa sobre la pantalla del computador en el que el ¿autor? ¿protagonista? escribe. Y en segundo lugar amplían —nos recuerdan la amplitud— de las posibilidades de otras formas de narrar, de otros temas, de las infinitas posibilidades que ofrece la literatura como arte, como juego con el lenguaje.

No sorprende que ante el desinterés narrativo por la cuestión política surjan dos novelas que son, ante todo, homenajes al ocio. La clave de lectura se posiciona no solo más allá de la marginalidad explícita; escapa a la estructura convencional de construcción de personajes a partir del drama. Las preocupaciones de estos personajes son exclusiva y típicamente burguesas.

Para llevar a cabo esa construcción de literatura consciente de sí misma, las novelas —es parte del juego—deben aferrarse a lo extraliterario: para revelar su artificialidad, deben imitar al mundo: acudir a lo incuestionable—documentos del Vaticano, referencias a sucesos históricos verídicos en Constaín, y las obsesiones del personaje con las predicciones de su smartphone y el papel de la arquitectura en Ferro—, pasar la trama a un segundo plano —la vida no sigue una historia lineal—, y dialogar —indirectamente— con el lector. Es así que la investigación del detective protagonista de Constaín nunca tiene una resolución, más bien una disolución. Así mismo en Ferro, con la relación entre los ¿amantes? del primer capítulo y su proyecto inmobiliario. Los narradores, como observadores de edificios, se detienen a examinar lo que los rodea, a caminar sin rumbo fijo, no por ello cayendo en lo banal.

No es una coincidencia la fijación en ambas novelas por la comida, que puede ser interpretada en infinidad de formas. Pienso en lo necesario, lo vital, lo material, lo cotidiano, los rituales de nuestro tiempo, las relaciones humanas —el placer—. Pienso en las motivaciones de la imagen típica de la aristocracia, el arte por el arte, como entretenimiento, narradores que construyen desde el privilegio. Como toda novela exigen concesiones al lector. La prioridad es la escritura misma, ya habrá tiempo para los asuntos serios.

Lo fascinante de ambas novelas es que, al revelarse como ficciones, arrastran consigo el mundo que trataron de representar, a la realidad misma Ese es su gran logro: el artificio no desaparece al ser expuesto, sino que revela la artificialidad de toda tradición, toda costumbre, toda creencia, toda fuente de conocimiento o conocimiento mismo. Ambos textos convergen en esa dulce ironía, más notable en Constaín pero no ausente en Ferro.

La elección de un narrador impersonal —aunque en ocasiones valorativo— en tercera persona que hace Ferro es la más evidente divergencia estructural frente a la obra de Constaín, narrada desde la primera persona. Aunque en ambos casos se trata de una novela sin trama, la construcción de las escenas en Ferro puede tornarse repetitiva a causa de la distancia desde la que se narra, mientras que en Constaín existe un espacio privado para la reflexión, que permite llegar a lugares satíricos o personales que en el caso de un narrador externo serían más difíciles de alcanzar. Eso no quiere decir que la novela de Ferro carezca de humor o reflexión, pero su funcionamiento se da en otro nivel; los sentimientos nos son contados por alguien que no los vivió, sino que decide escribirlos. Ese es el artificio. Constaín va narrando conforme avanza por su laberíntica investigación, duda, tropieza, desconoce. Podría decirse que asume con más confianza su propuesta y así mismo su revelación. Y al final de El hombre que no fue Jueves, el lector se siente felizmente engañado. El efecto Bilbao opta por un final más convencional.

Sterne lo hizo tan bien como pudo mientras se moría de tuberculosis y al otro lado del Canal de la Mancha caían cabezas de reyes. Cervantes lo hizo sin una mano, capturado por los moros y —por fortuna para el Quijote— esperando para siempre un viaje a las Indias. Jugaron. Se vale jugar. Quien tenga la posibilidad de hacerlo, que juegue, que invente, que exprima, destruya y reconstruya el lenguaje, la gramática, la estructura dramática. Se vale regar las letras, limpiarles la sangre, armar con ellas rompecabezas, máquinas, animales, lo que sea. Se vale alejarse del país, reír, proponer nuevos debates.

Se vale disfrutar, recordarnos esa posibilidad. Hacer de la denuncia ironía, pasar por encima de ella.

¿A la larga para qué se lee? ¿No es para eso? ¿No es buscando placer que nos acercamos al arte? ¿No?

Bibliografía

Constaín, J. E. (2014). El hombre que no fue Jueves. Bogotá: Literatura Random House.
Ferro, J. J. (2015). El efecto Bilbao. Bogotá: Destiempo.

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