He terminado de escribir una nueva novela, bueno terminar es un decir, como asegura Borges, los textos no están terminados hasta que se publican. Digamos entonces, he terminado un ejercicio de escritura que fue intenso, por momentos agotador y por momentos doloroso. Aunque nunca he pensado que el ejercicio de la escritura sea algo que duela, que cueste sudor y lágrimas como afirman algunos escritores, Me gusta más verlo como un salto al vacío, como solía decir Roberto Bolaño, como un salvavidas, sin asegurar que la escritura sea terapéutica.
Es la cuarta vez que llego al final del ejercicio de escritura de una novela y aunque parezca paradójico, aun no logro entender por qué decido correr esa maratón, pues en cada ejercicio he ido encontrando una fórmula diferente, es como si trazara una ruta literaria distinta para cada una. La escritura de novelas, como afirma Pamuk, es una lucha eterna entre la esencia y la existencia y enfrentarse a eso, me he dado cuenta, se convierte en una adicción.
La primera vez que lo hice, comprobé que podía escribir una novela, la segunda, para confirmar que podía escribir una novela, la siguiente, porque la pandemia nos dejó encerrados y para ocupar el tiempo libre y no perder la cabeza escribí una novela, pero esta vez la historia me encontró en un momento difícil de la vida, estuve seis meses sin trabajo y para ocuparme, empecé a buscar la forma de contar esa historia que me rondaba en la cabeza desde hacía tres años, cuando mi mejor amigo murió.
Cuando estudiaba creación literaria, nos recomendaban siempre preguntarnos por qué nos queríamos enfrentar a la historia que íbamos a escribir, una pregunta que en apariencia no es de compleja respuesta, pues creo que uno escribe porque quiere, pero en este último ejercicio esa pregunta estaba pactada desde hacía mucho tiempo con mi amigo, cuando me dio por confesarle a todo el mundo que quería ser escritor y entonces, como Rafael Escalona y Jaime Molina, mi amigo me hizo prometerle que le escribiría una novela sobre su vida. Éramos casi unos niños cuando eso ocurrió, no puedo decir cuánto tiempo ha pasado, pero la nostalgia que me trae su ausencia y la falta de trabajo, me dieron el impulso de sentarme a escribir.
Y debo decir, también, que fue difícil enfrentarme a la escritura de esta novela, porque mi amigo inevitablemente volvería a la vida e inevitablemente iba a morir y en medio de la escritura apareció la pregunta: ¿por qué escribir esa novela? Más allá de la promesa hecha, supe que exploraba la forma de darle un nombre a ese duelo, que aun aparece de repente en forma de nudo en la garganta y unas ganas incontenibles de llorar. ¿Me había quedado viudo? ¿huérfano? ¿solo? Y en ese milagro que es la escritura de una novela, como bien lo llama Sábato, pude sentirme feliz porque volvimos andar juntos por la calle, volvimos a tomar aguardiente y a reírnos de la vida y de la muerte. Cuando la escribía, a veces era extraño que las palabras no surgieran, que no se asomaran, pero quizás era el miedo de enfrentarme de nuevo a esa ausencia que, como la muerte de los hijos, no tiene nombre.
Llegar al final de esta maratón fue significativo porque pude comprobar que siempre tendré una historia para contar, que siempre tendré una excusa para encerrarme en el estudio a crear universos literarios, pero más allá de eso, fue cumplirle la promesa a mi amigo, una que no hubiera querido cumplir de esta manera, porque me hubiera gustado que él la leyera.