Destinos que no quiero por Javier Morales

by | Colaboraciones

Al poner un pie en la cafetería, la luz que entraba por los ventanales era tanta que vi a todos quienes estaban en la sala como si fueran uno solo con sus sombras. Lamenté no tener mi cámara a la mano. En los hospitales un fotógrafo es inútil cuando es el familiar de un paciente, […]
Creemos en la lectura como viaje. Somos viajeros de equipaje liviano. Peregrinos literarios. ¡Vamos a andar!
Destinos que no quiero

Al poner un pie en la cafetería, la luz que entraba por los ventanales era tanta que vi a todos quienes estaban en la sala como si fueran uno solo con sus sombras.

Lamenté no tener mi cámara a la mano. En los hospitales un fotógrafo es inútil cuando es el familiar de un paciente, porque uno nunca piensa en llevar una cámara a un lugar como ese, en una situación así. La luz abarcaba todo y daba a la sala un contraste de sombras por el contraluz que me impactó desde el primer instante. Busqué una mesa más bien solitaria, encontré una perfecta un tanto alejada de las demás personas y cerca a la máquina de café instantáneo.

Ya sentado con mi café en la mano lamenté también no tener un libro. No tenía idea de cuánto tiempo tendría que esperar a que me llamaran para darme alguna noticia. A diferencia de la cámara en un hospital, que, insisto, sería de lo más raro andar por allí tomando fotos como un voyeur de la tragedia humana, como un reportero de la Magnum buscando el Pulitzer del próximo año, y reconozco que me encantan esos trabajos pero no aquí, no mientras espero que me digan cómo está mi hija, si todo va bien o todo va mal, así que, contrario a la cámara, un libro sí me parece indispensable en estos sitios, porque siento que un hospital es de los pocos espacios en una ciudad en donde todavía te dejan leer con total respeto, es que ya ni en las bibliotecas te dejan. Así que lamento no tener un libro mientras pruebo mi café, que está pasado de azúcar y de espuma y que probablemente no terminaré de tomar.

Me queda ponerme a pensar y, si soy sincero, en este momento es lo que menos quiero. Quién diablos quiere pensar en un momento así, en un lugar así. Prefiero recordar, que será lo más cercano que tengo a leer un libro, recordar como quien ve un documental de su propia vida; una idiotez esto que pienso pero es lo que me queda. Y recordar tampoco me anima porque en lo primero que pienso, lo primero que recuerdo, quiero decir, es Helenita, mi hija, que ahora, justo ahora, está allá arriba, quién sabe cómo, quién sabe por qué, con Camila en el pasillo colmada de nervios y Manuel a su lado intentando reconfortarla, diciéndole todo eso que de seguro yo le podría decir mejor. Ya ven, estoy pensando y es justo lo que no quiero.

Cuando conocí a Camila éramos los dos muy jóvenes, muy idiotas y muy tranquilos, completamente entregados a lo que la vida tuviera para ofrecernos, seguros de nada pero esperanzados en todo. Estudiábamos cine y televisión juntos. Empezamos como amigos pero bastaron unos meses para que termináramos cada tarde metidos en su cama. Ella vivía con sus padres pero ellos casi nunca estaban, ya eran unos abuelos pensionados que dedicaban su vida a viajar. En aquellas temporadas se puede decir que viví con Camila pues no quería que nada me sacara de su cama. Cuando sus padres volvían íbamos a moteles los fines de semana, borrachos hasta casi caernos; aprovechábamos esos lugares para hacer estudios fotográficos de nuestros cuerpos, inventamos una serie íntima donde caricaturizábamos la idea del cuarto de motel con nuestra desnudez. En una ocasión llevamos como diez kilos de espagueti cocinado y lo lanzamos por toda la habitación, nos tomamos fotos teniendo sexo entre ese mar de cabellos dorados como si se tratara de un cuento de hadas en el que por fin nos muestran cómo penetran a la princesa. Y todo lo hacíamos para nosotros, porque nunca nadie vio eso.

Pero pasó el tiempo y Camila se fue de Bogotá. Viajó a París a hacer una especialización, patrocinada obviamente por sus acaudalados padres, y yo me quedé aquí fotografiando bodas, cumpleaños y toda esa lista de celebraciones en las que necesitan un fotógrafo recién graduado y sin trabajo fijo, como yo. Ahí se cortó todo con Camila, creo que a duras penas nos escribimos un par de mensajes por Facebook. Luego aparecieron Laura y Diana y Erika y Andrea, luego otras dos Lauras, Carolina y de nuevo Andrea, que es con quien vivo ahora y que en este preciso momento me debe estar odiando por estar aquí y no con ella en el apartamento fumándonos un porro y viendo algún stand up en Netflix. Me odia porque cree que estoy aquí por Camila, porque me es imposible explicarle que mi único interés de estar en esta cafetería esperando, recordando, es Helena.

La sala se ha oscurecido paulatinamente y han encendido las luces. Ha llegado más movimiento, más ruido, pues es la típica hora de las visitas, esa hora en que la gente sale de su trabajo y puede hacer este tipo de cosas. Hay abrazos por todas partes, en algunas mesas hay incluso risas, algún nacimiento, pienso, o alguien que de verdad deseaban que se muriera, la abuela con la herencia tal vez, por qué no. Ya ven que cuando espero mucho tiempo me vuelvo mezquino, no hago contemplaciones, no veo amigos en nadie y mi amabilidad se funde en una lava que me hierve por dentro. Ver personas felices en esta sala, en este momento, me llena de rencor porque no tengo idea de lo que me espera, no sé si en unas horas podré ser un hombre tranquilo y agradecido o alguien completamente miserable, y eso sobrepasa todos mis niveles de tolerancia.

En París, Camila conoció a Manuel, un arquitecto muy bien vestido, muy bien educado y muy adinerado, a pesar de ser incluso un par de años menor que ella y de haberse acabado de graduar. Un típico heredero de una gran fortuna que ahora tenía toda la libertad de ver cómo la iba a administrar. Pero lo peor de Manuel no es que sea asquerosamente rico, lo peor de él es que es un muy buen tipo. Solidario, con buen sentido del humor, inteligente, hasta noble. Solo por eso no lo soporto. Y es que nunca hubiera tenido que saber absolutamente nada de él; ojalá nunca hubiera vuelto a saber de Camila.

Yo había empezado a trabajar por fin con una productora muy reconocida, primero como asistente de fotografía y luego como director; me iba bien y estaba tranquilo, ya nada me recordaba a Camila, pero ella decidió reaparecer. Me buscó con la excusa de proponerme que trabajara con ella en un cortometraje, me dijo que había regresado a Bogotá hacía pocos meses y que venía trabajando en esta idea con un grupo de amigos pero que necesitaba a alguien que le hiciera la dirección de fotografía porque ella iba a concentrarse en dirigir, pues también había escrito el guion y sabía que yo era de las pocas personas que sabría materializar lo que ella tenía en la cabeza.

Ahora queda mucha menos gente en esta cafetería. La luz que entraba por esas grandes ventanas hace rato que se fue del todo, así que ya no hay contraste, solo una luz blanca y homogénea y los perfiles de unos cuantos seres anónimos, cansados y solitarios. Me compré algo para cenar, una especie de sánduche vegetariano que era lo único que quedaba en el mostrador, lo comí sin ganas mientras observaba esas que más temprano me parecieron solamente sombras, ya bajo esta nueva luz se habían convertido en personas, en bultos de huesos, carne y sangre cubiertos de trozos de tela, y aunque en muchas de esas personas podía notar diferentes grados de tristeza, ninguna me pareció tan miserable como yo. Porque, ya no me queda duda, verse obligado a esconder lo que se siente, o la verdadera importancia que tiene para uno algo trascendental, es la peor de las miserias que alguien pueda enfrentar. Ahora mismo no sé qué destino me espera, qué luz me acoge, pero sí sé que sea cual sea lo tendré que soportar en silencio, tendré que tomar esos destinos que no quiero y hacer de ellos una llama en una fotografía que uno ya no quiere volver a ver, pero que inevitablemente se lleva muy adentro, como el peor de los secretos porque es el secreto perfecto: es solamente tuyo. Aunque me pregunto si para ella será igual, si Camila está padeciendo lo mismo que yo; y puede ser, es posible que Camila cargue con cierto remordimiento, pero tampoco logro creerlo del todo así, ella tiene a Manuel, ellos están juntos en esto, ellos cargan su propia verdad aunque en el fondo no sea más que una muy conveniente mentira.

No tuvo que pasar mucho para que Camila y yo volviéramos a tener sexo. Y no fue cosa de una sola vez, a lo largo de dos meses aprovechamos cualquier oportunidad que se nos dio en medio del rodaje del corto. Luego me dijo que Manuel sospechaba, no de mí en particular, pues mi presencia era tan frecuente que ya me consideraba un amigo más, incluso fuimos una vez al estadio, como si fuéramos amigos de toda la vida; ahora me da pena y risa decirlo. Pero Manuel sí sospechaba que Camila andaba con otra persona, él mismo me lo llegó a comentar alguna vez, como buen amigo. Así que ella se sintió incapaz de poner en juego su joven y prometedor matrimonio y cortó toda relación íntima y secreta conmigo. Así salí otra vez del encuadre, pero no definitivamente porque algo de mi sombra debió quedar en una esquina. No hizo falta que pasara mucho tiempo, un par de meses tal vez, para que Camila me volviera a llamar y me diera la noticia que se convirtió en la única razón por la que estoy esta noche acá. Con el tiempo pasé de ser el buen amigo de la pareja a ser el querido padrino de Helena, el padrino y nada más.

Cuando los vi ya estaban a mitad de camino entre la entrada a la cafetería y mi mesa. Noté que ambos habían estado llorando, imposible saber si de alegría o de tristeza. Cuando llegaron a mi mesa se miraron un momento, Manuel extendía su brazo, siempre noble, alrededor de Camila. Noté que ambos intentaban hablar pero que no podían, entonces les pregunté si había buenas noticias. Manuel dijo que aún no se sabía con seguridad y Camila lo cortó para decir que el doctor los había citado en diez minutos para darles un parte médico. Mis ojos no se desprendieron de Camila, solo ella y yo sabemos lo que esto significa para nosotros y en ese pequeño instante sentí que me lo dijo todo con el verde de sus ojos todavía enrojecidos por el llanto.

Ninguno de los tres se movió ni dijo nada por unos cuantos segundos. Entonces Camila pareció sacudirse un poco frotándose los brazos para decirme:

—¿Vamos?

Y yo respondí, más como una sombra que como cualquier otra cosa:

—Vamos.

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