‘El edificio abandonado’ por Isabel Salas

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Estábamos en un quinto piso, mi falda y mis calzones se enredaban entre los pies. Me penetró desde atrás, mientras me preguntaba al oído si era suya. Yo, por supuesto, le gemí que lo era. Empezaba a amanecer y desde las montañas el resplandor del sol se dejaba ver. A esa hora el edificio abandonado […]
Comunicadora social de la Universidad del Valle, especialista en comunicación estratégica de la Universidad Sergio Arboleda y magíster en Gestión Pública de la Universidad de los Andes.

Estábamos en un quinto piso, mi falda y mis calzones se enredaban entre los pies. Me penetró desde atrás, mientras me preguntaba al oído si era suya. Yo, por supuesto, le gemí que lo era.

Empezaba a amanecer y desde las montañas el resplandor del sol se dejaba ver. A esa hora el edificio abandonado de enfrente parecía más lúgubre.

Sabes qué funcionaba ahí, alcancé a preguntar. Creo que no me escuchó, porque me lamió las orejas y buscó con sus manos mis tetas, mientras seguía clavándome con movimientos consecutivos un dos tres y hasta el fondo. Casi sentía que iba a salir volando por la ventana. 

Frente a nosotros se dejaban ver los cincos pisos abandonados, todos con las ventanas destrozadas que medio reflejaban el nuestro, un hotel 3 estrellas en el centro de Cali, allí solíamos pasar la noche para amarnos sin reparo.

– Me voy mañana, le dije mientras prendía el tercer cigarrillo.

– ¿Te veré al regreso?

– No, le dije.

Al otro lado del continente me esperaba ella, Martina, una española de sonrisa pegajosa de la que me había enamorado. 

– ¿Por qué?, insistió él

Apagué el cigarrillo y me empecé a vestir.

– Porque me aburrí, le dije

– ¿De mí?

– De ti

Su cara de oso dejó ver una mueca de incomodidad, sus ojos marrones parpadearon como quien intenta despertar de un largo sueño.

– ¿Qué hice? ¿Qué hice mal?

– Que no hiciste, le dije mientras me amarraba los cordones de los tenis.

Martina había llegado a mi vida como una tormenta en el trópico, inesperada, arrasadora. La había conocido en uno de esos intercambios empresariales de la multinacional en la que ambas trabajábamos, había llegado con sus chistes raros, con sus palabras repetidas de las que no podía más que burlarme: ¿cómo vas a decir bajar bajando?, le reclamaba siempre. Somos los dueños del español, tía, respondía airosa.

– No entiendo, insistió él

– Yo sí, dije mientras buscaba mi bolso

Quería explicarle, quería decirle que me habían aburrido sus conversaciones egocéntricas en las que sólo hablábamos de él, que me había aburrido su ausencia de interés en mi vida, su manía de atender el celular estando conmigo, su necesidad de ser el centro del universo y su ponerme como un planeta más girando a su alrededor.

– Merezco una explicación, me dijo

– No, no la mereces, respondí mientras salía de la habitación

Quería decirle que había alguien más, que ella me había seducido con sus bromas, con su risa a carcajadas, con sus ganas de recorrer el mundo, con la música que me enseñó, con el walkman que me regaló, con sus pasos de flamenco.

Quería explicarle que ella había estado, cuando él no.

Quería, pero no lo hice.

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