Soy profesor. Detesto a mis estudiantes como el rector odia a sus profesores. Si mis padres estuvieran muertos, viviría de la renta de sus propiedades. Entretanto, me conformo con vivir en uno de los apartamentos de mi abuelo, más preocupado por que le pague el arriendo como cualquier fulano que por mi salud en deterioro. Cada día que pasa los estudiantes, con sus dificultades académicas pero ante todo problemas sociales y mentales, me enferman. Les llevo apenas cinco años de diferencia, acudo a las mismas discotecas que ellos, no es normal que me sienta tan viejo y deteriorado. A la universidad no le interesa la calidad de la educación. Le basta con contratar a docentes jóvenes, dispuestos a esclavizarse con tal de adornar sus hojas de vida con experiencias que jamás podrían tener en una institución seria. Con abarrotar las aulas de estudiantes de estratos bajos, a quienes no les alcanza el puntaje para ser admitidos en otra parte, pero sí algo de plata. Pese a todo amo mi profesión. Porque amo las palmas y las canchas sintéticas de fútbol de las universidades. Aparte de eso, doy clase “zuleteado”, que es como llaman en Cali a los profesores borrachos, en homenaje al egregio Estanislao Zuleta. Y la administración no me pone ningún memorándum.
Hace dos años, cuando recién llegué de Francia a trabajar aquí, conocí a una estudiante a quien le desperté emociones. Hicimos el amor en el llamado “bloque 8”, motel enfrente de la universidad. Le enseñaba Lingüística general y después íbamos al mejor bloque de todos. Sus condiscípulas nos descubrían, pero callaban admitiendo, quizás, que el saber debe pasar obligatoriamente por el deseo. Además, este es un puente sólido para la multidisciplinariedad. Nosotros las sorprendíamos con mis colegas de Facultades diferentes a la mía. Nos casamos apenas ella obtuvo su diploma. El matrimonio era una urgencia para su religión.
Hoy hablo más con Dios, que no existe, que con ella. Se fue a vivir a Bogotá con el pretexto de ir a saludar a su familia. Después confesó que había conseguido un contrato de tiempo indefinido con un salario aceptable. Me invitó a que la visitara en su casa donde tiene “un cuarto a mi disposición para que durmamos en camas separadas”. Una vez hecha la propuesta, le colgué por miedo a aceptar. Como decía Napoleón, “las batallas en el amor solo se ganan huyendo”. O algo así.
Desde entonces la paso yendo a lupanares, temiendo siempre encontrarme a alguna estudiante. El alcohol me gusta todavía más y muy pocos se han dado cuenta. Una colega aliada oyó decir en la sala de profesores que yo estaba experimentando un “atolondramiento crónico y enfermizo”. Solo eso.
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Juan Sebastián Rojas Miranda (Bogotá, Colombia, 7 de abril de 1988): Docente de la universidad Santiago de Cali. Cursó estudios literarios en la universidad Paris Nanterre, hasta obtener el título de doctor en Literatura Comparada en abril del 2016.
Es editor de Ediciones El Silencio y director de Pluralis, revista sobre la diáspora colombiana. Diana o ¡Que viva el reguetón! es su segunda novela, después de El inmortal (Madrid, Editorial Verbum, 2016). También es autor del libro de poesía y relatos En busca de nada (Bogotá, Editorial Oveja Negra y Editorial USC, 2018).
Su novela Fóllale, Manco fue finalista del Premio Iberoamericano Verbum de Novela 2018 y publicada (Madrid y Cali, Editorial Verbum y Ediciones El Silencio, 2018).