Posamos en la ventana cual pesebre decembrino, intactos e impolutos. Parecemos bustos empotrados en las habitaciones, desmintiendo la realidad con la obediencia del quehacer.
Perecemos impávidos ante la rienda suelta del reloj, desmembrando los minutos y aniquilando horas con paciencia.
¿Tenemos o teníamos opción?
Vivíamos en el afán de la rutina, esa que apestaba y aburría. ¡Qué desdicha!
Hoy, vivimos en el afán de la encomienda; recibir aire puro es una demanda puesta a la orden del día, mercar se convirtió en la metamorfosis de lo apocalíptico y sacar al perro es rebuscar a lo lejos, un contacto social para recobrar fuerzas.
Nunca antes la impaciencia había tenido tanta labor, nunca antes la solución había sido la rutina misma. Por ahora, en el afán de la encomienda, se desea la mínima extracción de cordura.
¡Y Claro! Vamos saliendo, pero del caparazón grumoso que impedía claridad al escenario real, ese que se piensa inútil sin respirar profundo, sin admirar el cielo, sin percibir el destello de la naturaleza misma. ¡A ciencia cierta, estamos vivos de milagro!