Imagen tomada del portal www.semana.com
Crescendo. Es la palabra que quedó resonando en mi mente al finalizar La Perra, la laureada novela de la escritora colombiana Pilar Quintana. Y es debido a que se trata de una obra en progresión creciente, en un incremento paulatino y bien articulado de la tensión y el horror que refleja Damaris en cada una de sus pequeñas acciones, en el caos de su propia vida que se va desnudando, capa tras capa, en medio de la gravitación en torno a la perra Chirly y sus necesidades.
¿Cuál es la raíz del deseo de Damaris de tener una hija? Sería fácil responder que la maternidad es una condición social, que Damaris ha sido marginada dentro de los marginados, dejada de lado por su infertilidad. Pero yo me atrevo a pensar que no es así. Damaris, antes que nada, quiere escapar de sí misma; dejar de ser quien es, proyectarse en un ser sin atributos, humanizado al extremo, que responde a sus instintos básicos a pesar de la ilusión de control, de la ilusión de familia.
A pesar de ser una novela impactante, no puedo dejar de señalar algunos elementos que separan al lector del contexto de la obra, del terreno en donde se mueven los personajes y trascurren los hechos: la narradora parece revelar su pudor, su distancia de Damaris, su observación de la miseria y representación de esta a través del lente del privilegio, y en un par de ocasiones esos ascos y miedos urbanos, de “gente de bien”, se proyectan en los personajes. Los mecanismos literarios que ponen a funcionar la trama de la novela son casi explícitos, pero más allá de esas torpezas, La Perra se me hizo un libro revelador, conmovedor, una novela capaz de lograr lo que se propone a partir de su lenguaje e imágenes sencillas. Quizá lo que en el principio de este párrafo identifico como una debilidad es una virtud, es la capacidad de proyectar ideas y sentimientos profundos en un público amplio, y no puedo dejar de pensar que detrás de esa sospecha estaría la amplia recepción que ha tenido la obra.
Pero queda la duda en torno a esa sencillez. Existe la sensación de que los personajes se ponen al servicio de Damaris y de sus peripecias, y carecen de dimensión humana. No están vivos, no se construyen más que como siluetas e intuiciones. Y al final de la obra queda la sensación de que la potencia del mar, de la Costa Pacífica y de sus gentes como fiesta para los sentidos, ha sido un recurso desaprovechado.