Una carta para mí hermano el día de su cumpleaños
Este 23 de febrero mi hermano cumple treinta años y como no estaré con él para entrar en un coma etílico y así pasar de un día al otro, sin notar el cambio en el calendario, como si en vez de cumplir el 23 no lo hiciera nunca y así, minimizar los años y el desgaste, le cuento que yo también pasé por esa cifra una vez y sobreviví.
Antes de cumplir los veinte me preocupaba el hecho de que al hacerlo empezaría esa extraña carrera hacia el fin, no era como llegar a los 18, sacar la cédula, votar e ir al bar. Porque a partir de los veinte tenía diez años para hacer una película, publicar un libro, tener una casa propia, un auto, muchos viajes, varios títulos universitarios acumulados y morir. Porque a los treinta la vida empezaba a terminar, las mujeres que para esa época tenían treinta años en Colombia ya no aparecían ni en televisión; a los treinta había que cambiar también la manera de vestir. Empezaría la época de los tacones, el maquillaje para tapar las imperfecciones de la piel, los tintes en el pelo para cubrir las canas; debería empezar a usar joyas en oro y plata y ropa en drill.
Sobreviví a los treinta yéndome de Colombia y obviando las joyas, los zapatos y el drill. Las cremas, el maquillaje y los tintes te los recomiendo en una próxima carta. Al pisar Buenos Aires encontré que la vida- como esa ciudad plana e inasible- no se acababa nunca. Me codeaba en los pasillos de la universidad y en las oficinas con mujeres que superaban los cuarenta. muchas de mis colegas de trabajo tenían sesenta años y lejos de parecer viejas, acabadas y derrotadas asumían estar más vivas y jóvenes que nunca. La vieja entonces era yo, esa chica de veintipico que trataba de ubicarse en esa gran ciudad vital y vibrante, en esa sociedad que me parecía, no imponía ninguna cifra que determinara la edad de caducidad de nuestra pobre humanidad.
Vos estás cumpliendo treinta años y todavía recuerdo, sin que me cueste mucho hacerlo, el día en el que te vi por primera vez en los brazos de mi madre. Eras el bebé más grande del mundo, no entrabas en el coche de mis muñecas y aunque sé que es poco probable que fueras un gigante, para mi era lo más grande que me hubiera ocurrido a los siete años. Ver como te volcabas la sopa de espinacas en la cabeza; desbaratar los camioncitos de madera, que con tanto esmero te había traído el Papá Noel, para convertirlos en otra cosa; desarmar los radios y devolverlos a la nada. Había que esconderlo todo para que no lo destruyeras. Montabas y desmontabas las bicicletas y cuánto armatoste se te cruzara por el camino. Mi hermano El destructor, que ahora construye, está cumpliendo treinta y teme estar viejo, a todos nos pasa, le angustia no haber hecho todo lo que se suponía que debía hacer antes-, todavía me pasa, – en esa loca carrera de diez años a la que se reduce la vida en ciertas sociedades.
Pero yo sé qué se siente el que nos agarren los treinta o los cuarenta y los que prefiero no seguir nombrando; porque ya no tenemos padre, antes de que yo llegara al conmemorado día, ya no lo tenía. Vos llegas recién ahora y seguramente estés pensando mucho en él, como yo, porque conocemos el precio de la mortalidad y aunque sabemos que el fin no llega con una edad sino bajo una circunstancia, todos tenemos un número y además, tenemos ese paradójico privilegio de venir de un país letal para animales, plantas y seres humanos. Somos de los que en alguna conversación -según relata Juan Gabriel Vásquez en “Los informantes” -se cruza el tema de ¿Dónde estabas cuando mataron a Galán, a Pizarro, a Escobar, a Jaime Garzón? y la lista sigue, a pesar de los números que vamos acumulando, a medida que avanzamos en el tiempo. Cuando nacemos ya estamos muertos.
En Buenos Aires, cuando nos encontramos lejos de las listas y de la presión obsoleta de la violencia, los años y el género, caminamos y nos emborrachamos en Palermo, Recoleta, San Telmo y Chacarita. A cualquier hora, en todas partes, con cualquiera; hablamos en lenguas extranjeras sin dominarlas y caminamos por esa ciudad de la furia día y noche. Como estrellas de rock, como cantando forever young , parando en cualquier bar, entrando y saliendo de casas, edificios, buses y trenes. Devorando la vida como sí no hubiera mañana y es allí cuando pienso que de vez en cuando y en especial, en cada cumpleaños, deberíamos recitar el “Canto a mi mismo” de Walt Whitman del cual, por la extensión, sólo transcribo la primera estrofa:
Yo me celebro y yo me canto,
Y todo cuanto es mío también es tuyo,
Porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.
Indolente y ocioso convido a mi alma,
Me dejo estar y miro un tallo de hierba de verano.
Mi lengua, cada átomo de mi sangre, hechos con esta tierra, con este aire,
Nacido aquí, de padres cuyos padres nacieron aquí, lo mismo que sus padres,
Yo ahora, a los treinta y siete años de edad y con salud perfecta, comienzo,
Y espero no cesar hasta mi muerte.
Años después tuviste la oportunidad, así como la tuve yo, de asistir a mi segundo nacimiento. Viste lo que tu hermana había hecho a los 33, dar a luz a un bebé, otro al que vi tan enorme como a vos pero al que no sabía envolver o a dónde poner; cómo cargar ni bañar. Yo estaba naciendo de nuevo, se me presentaba la ocasión de una segunda vida y pensaba otra vez en la finitud, en la sonrisa de nuestro padre.
¿Dónde está tu papá? Me pregunta a veces mi hija, mirándome fijamente a los ojos y sin parpadear. ¿Qué le digo? (en el cielo, en la tierra, en las flores). Todo eso se me pasa por la cabeza en una larga pero minúscula franja de segundo. Le respondo: Mi papá está en mí corazón ¿Y yo? Me replica ¿Y vos? Y vos también y entonces se ríe. Todo está bien porque todo está en la edad del corazón e inevitablemente, cuando escribo corazón se me viene esta frase a la memoria:
“Nadie podrá llevar por encima de su corazón a nadie, ni hacerle mal en su persona, aunque piense y diga diferente.”
Pero cuántos veinteañeros terminaron su vida para inmortalizarse en esos fatídicos veinte, qué hubiera sido ahora de esas prematuras estrellas que se mataron antes de los treinta. ¿Cómo sería hoy Cali si Andrés Caicedo estuviera vivo?, ¿Estaría dando clases en Univalle?, ¿Cómo hubiera sido esa generación de nuestros padres y la nuestra? Es más, ¿Seguiría escribiendo? Tal vez habría muerto igual, pero en vida, como los padres de familia que veíamos en el colegio, viejos a los 40, sin poder tocarse sus propios pies o verse su propio sexo. Aletargados por el ajetreo de la oficina, los hijos y las cuentas.
Me gustaría estar allí hoy con vos, pero no lo estoy. Estás en mi corazón y la edad del corazón es infinita, no lo olvides. La vida no termina a los 30 y que nadie te convenza de lo opuesto.
1. Vásquez, Juan Gabriel. Los informantes (Novela). Alfaguara, 2010 2. En la ciudad de la furia, Soda Stereo, 1988 3. Forever Young, Alphaville, 1984 4. Whitman, Walt. Canto de mí mismo. (Poemas). Edaf, 1985 5. Traducción de los indios Wayúu del Articulo 12 de la Constitución Colombiana.