Recuerdo los días, cuando era niño, y me despertaba en mitad de la noche al escuchar un barullo de risas, gritos, pasos y música. Entonces no tenía más remedio que levantarme de la cama, salir del cuarto, ubicado en el segundo piso, en el ala posterior de la casa familiar del barrio Popular, en Cali, atravesar la cocina, en donde había siempre un termo de café, llegar hasta la sala para encontrarme a mi madre, a mis tías, tíos, amigos, primos, bailando. Recuerdo, también, los discos de larga duración esparcidos al lado del tocadiscos, desordenados en el piso, y mi tía Amparo o algún vecino, colocando canciones para que la fiesta no desfalleciera temprano y a mi abuela Elisa repartiendo café para que el aguardiente, que corría a cántaros, no hiciera efecto tan rápido.
Recuerdo también que en medio de esos Lps tirados siempre estaban los de La Sonora Matancera y que cada que alguien dejaba caer la aguja en el disco redondo para que sonara la voz de Daniel Santos, de Alfredito Valdés, de Celia Cruz, de Bobby Capó o de Nelson Pinedo se escuchaba un grito de aprobación e inmediatamente, la pista de baile se copaba al son de esos ritmos caribeños.
Ahora que he crecido y recuerdo esas fiestas, es imposible no pensar que antes de querer a Héctor Lavoe a Rubén Blades, a Gilberto Santa Rosa, antes de querer la salsa de Nueva York, Puerto Rico y al Grupo Niche, me he dado cuenta de que mi primer amor musical fue la Sonora Matancera. No solo por boleros memorables como Angustia o Virgen de Medianoche, sino porque estaba en mis genes, porque mientras trataba de dormir, cuando había fiestas en mi casa, me arrullaba siguiendo, con el pie, el ritmo de En el mar la vida es más sabrosa.
Pero el asunto va más allá, en el barrio en el que crecí, en un tiempo en el que ni siquiera había nacido, ni pensaba nacer, al Popular lo inundaba la música de la Sonora, porque el llamado para las funciones del Teatro América, más conocido en el barrio como el teatro mechas, porque sus paredes eran de bahareque, las sillas de madera como en las iglesias y a veces (según me contaba mi madre, que vendía las boletas junto a mis tías, la película se cortaba) el Señor Méndez, propietario del teatro, dejaba sonar en los altoparlantes las voces de Celia Cruz interpretando el Yerbertito Moderno o la de El bigote que canta, Bienvenido Granda, cantando A la orilla del mar. A penas sonaba la música de La Sonora, me dijo mi tío Próspero alguna vez, toda la gallada pegaba para El Mechas.
La sonora Matancera se creó en 1924, en Matanzas, Cuba, nació como una estudiantina y luego se convirtió en una de las orquestas más populares del Caribe. Por ella pasaron intérpretes del continente como el colombiano Nelson Pinedo, el argentino Carlos Argentino, el venezolano Víctor Piñero, la haitiana Martha Jean Claude entre otras y otros, como puertorriqueños y, por supuesto, los cubanos. Poco a poco, La Matancera se fue ganado un espacio grande en la música popular, fusionó los ritmos antillanos y caribeños y nos puso a bailar por generaciones. Fueron pioneros en fusionar diversos géneros musicales como guaracha, son, bolero, rumba y mambo creando así un sonido distintivo que resonó en toda la región. Esta habilidad para combinar estilos y experimentar con diferentes influencias contribuyó significativamente al desarrollo de la música latina. Sus inagotables giras por más de cinco décadas pusieron la música latina en los oídos del mundo y abrieron las puertas para la música latinoamericana en muchas latitudes. La longevidad de La Sonora Matancera no creo que tenga precedentes, se adaptaron, siempre, a los cambios de la industria musical. Su larga trayectoria, que está plasmada en más de 4.000 canciones grabadas, dan cuenta de la huella indeleble que han dejado.
“La música es lo único maravilloso. No reside en los sonidos, ni en los instrumentos, ni en las partituras, ni en los intérpretes. Es un ensueño para el oído. Cada instrumento requiere de un instrumento que no existe”, dice Charles Chenogne, protagonista de El salón de Wurtemberg, del francés Pascal Guignard y esas palabras se me quedan como un disco rayado, porque no hay nada más impactante que la música, los sonidos que llegan y nunca se van, que traen olores y sabores, momentos inolvidables y eso me pasa, cuando escucho por casualidad en la calle, en la radio del taxi o la pongo el Tidal ese sonido inigualable de su majestad La Sonora Matancera y vuelvo a la sala de mi casa para ver bailar a mis tíos El Corneta o el merengue Apambichao y me siento de nuevo en el balcón en las piernas de mi madre, en la silla del tren que fabricó el abuelo, y la escucho cantar sobre la voz de Leo Marini:
Ya no estás más a mi lado, corazón
En el alma sólo tengo soledad
Y si ya no puedo verte
Por qué Dios me hizo quererte
Para hacerme sufrir más…
Mientras mi abuela Elisa le trae una taza de café negro, cargado y humeante para que no se pierda el amanecer que ya despunta.