#LaPostal es una propuesta creativa en la que la periodista Isabel Salas escribe relatos posibles a partir de fotos tomadas en diferentes lugares del mundo por el fotógrafo colombiano Michael Vanegas.
Cuando la luna se asoma desde las seis de la tarde, me da por salir a caminar.
Suelo tomar la misma ruta: la 140 hacia la séptima, al fondo, la montaña se alza. Verde, inmutable, a veces adornada por arreboles que le pinta el sol antes de desaparecer.
Siempre tomo el mismo camino. Costado derecho para subir, costado izquierdo para bajar.
A mitad de ese camino está la casa, o lo que queda de ella.
La miro de reojo. No me gusta lo que veo. A veces, cuando la nostalgia me gana, como hoy, me acerco, la toco.
Mis dedos tímidos rozan la pared fría, que ya no guarda el blanco perpetuo con la que papá la pintaba, pero que me transporta a otros tiempos: Al jardín inundado de rosas, a los carreras de gatos que organizaba mi hermano con los tres que llegamos a tener, a la esquina del patecieto interno en el que me sentaba todas las tardes a leer.
Nada de eso queda ya. Hoy es un enorme local donde venden telas, metros de sedas y algodón que se transformarán en vestidos o cortinas.
Cuando suelo pasar por el frente ya no hay nadie en el almacén, los vidrios de las enormes ventanas me dejan ver dentro. Al fondo, entre las telas que cuelgan lo veo. Sigue ahí, empotrado en una de las columnas principales de la casa, el cofre que guarda las cenizas de papá. Mimetizado entre los colores del lugar, como si de una reliquia particular se tratara. Fue su último deseo, antes de perder la casa y la vida. Yacer en ella.
Estiro los dedos como si los metros que nos separan no existieran, como si de nuevo tuviera 7 años y solo bastara con estirar los brazos para que papá me alzara, me pusiera a girar y el mundo entero se detuviera en nuestra risa sincronizada.
La luna se esconde. Solo quedan nubes en el cielo.