Un nuevo desvarío del escritor Juan Sepúlveda.
A diario cruzo, apurado en las mañanas, esa intersección, odiándome por no haber salido de mi casa un minuto antes, mientras veo, frustrado, cómo pasa el bus que debía tomar y a paso lento en las tardes sin ganas de volver a casa.
Hay en ella un semáforo de esos que avisan a los peatones cuántos segundos les quedan para pasar la calle, realmente mienten. Una vez se acaba el tiempo y este pasa a rojo, tienes el tiempo suficiente para cruzar a un paso tranquilo; a un paso tan lento que te da tiempo para mirar, antes de llegar al otro lado, como el temporizador retrocede desde sesenta hasta cincuenta y ocho, de notar tu sombra atravesada por la cebra, volver al temporizador en rojo, refugiarte en las miradas vacías que esperan el bus del que acabas de bajar y preguntarte si en tu mirada se refleja la misma expresión pusilánime, de volver a ver el temporizador en rojo (55), pensar en que tú sombra de pie y con los brazos extendidos formando una cruz con tu cuerpo atravesado por la cebra, frente al tráfico y con el temporizador en rojo(52) podría ser perfectamente la portada de una de esas películas experimentales francesas, de considerar la idea de colocarte en esa posición a mitad de la calle (más o menos ahí debes ir al paso que llevas) y esperar a que arranquen los autos, pensar en lo poético que sería como suicidio, darte cuenta de que seguramente los carros no aceleraría y se quedarían haciendo sonar el claxon, y de que si hipotéticamente aceleraran, quienes vieran tu cadáver te creerían estúpido por pasar en rojo, decidir que lo considerarás otro día (al fin y al cabo siempre pasas por ahí) y darte cuenta de que has pasado la calle (45).