#LaPostal es una propuesta creativa en la que la periodista Isabel Salas escribe relatos posibles a partir de fotos tomadas en diferentes lugares del mundo por el fotógrafo colombiano Michael Vanegas.
Cuatro años después de separarnos, fue mi ex quien me hizo caer en cuenta que Don Draper meditando, con camisa blanca y respiración profunda, era el final de Mad Men.
Fue una noche fría, hablábamos de series y películas, algunas que habíamos visto juntos y otras que llegaron después. Ya no recuerdo bien en cuántas sentadas vimos Mad Men, pero era uno de esos planes de fin de semana en los que consumíamos nuestras horas juntos.
Por años, el devenir de este casanova, guapo, exitoso, manipulador, alcohólico, que siempre salía bien librado, nos acompañó. Encender el computador y poner a rodar la serie era todo un plan, la sagacidad de Draper, quien a veces lucía perturbadoramente impecable, nunca dejó de sorprendernos.
Tampoco recuerdo en qué episodio quedamos, solo sé que para mayo de 2015, cuando fue emitido el último, ya nos habíamos separado.
Creo que intenté terminarla después, en soledad, así como el libro de Saramago que estaba leyendo en esos días de implosión-separación. De ninguno de los dos, tengo claro el final, me llegan a la memoria pequeñas cápsulas, un tanto inconexas.
Y, fue justo eso, lo que le dije aquella noche, contándole hasta dónde había llegado en esa historia y con la ilusión de que hubiese un más allá.
Don Draper meditando, nunca había sido para mí, un final.
-Curioso que sea yo el venga a decirte que ya te la terminaste – me escribió por chat.
-En algún momento le sacaré tiempo para volver a ese capítulo y verla como si efectivamente fuera el final, a ver si lo proceso- le dije esa vez.
Nunca lo he hecho. Soy mala para los finales, los cierres y las despedidas. Siempre me voy en el mejor momento, tal vez porque sé que después de estar en la cresta de la ola, solo queda el declive.
Por eso, en cambio, soy repetitiva, cíclica y cliché. Y eso es bueno cuando uno baila, sostener el movimiento, repetirlo un-dos-tres y de nuevo. Por eso aquí, soy la reina de la salsa.
El movimiento de mis caderas ha deleitado los cuerpos rígidos de holandeses, alemanes, rusos, muchos rusos, e italianos. Doy clases privadas y grupales, también los llevo a las mejores fiestas de La Habana, y a veces, a la mejor cama. Ah, y les enseño español.
Cada mañana, cuando abro la ventana de mi habitación en esta casa vieja de El Vedado, siento que el cielo me dice algo. Normalmente veo alguna nube, o muchas. Esos son los mejores días, los clientes con un par de pies izquierdos abundan y yo logro hacerlos coordinar más de tres pasos seguidos.
A veces el gris es intenso y a las horas cae ese aguacero tropical al que no me he acostumbrado. En esos días me encierro, me meto en la cama e intento escribirle a mamá las novedades de la semana en una de esas cartas que nunca envío.
Hoy no había una sola nube, el azul era puro y brillante, como nunca lo había visto antes. Desde que me asomé a esa, la ventana que me ha acompañado en los últimos siete meses, supe que era el día para ponerme el vestido de flores pequeñitas, apretado en el pecho y suelto en las piernas. Hice la maleta, ligera, como me gusta, y antes de salir, me metí un habano largo entre las tetas. Me fui sin dudas.
En el bus prendí el computador y busqué en la USB los capítulos que había descargado hace años, antes del Apocalipsis, como le decía yo al divorcio: temporada uno, capítulo uno al trece. Me puse los audífonos, prendí el cigarro y le di play. Tal vez sea el momento de repetirla y ver por fin el final asumiendo que efectivamente lo es, pensé.
Repasé entonces lo que Vittali, mi alumno y amante más aventajado, me había dicho la noche anterior, antes de quedarnos dormidos:
– Odias tanto a Don Draper, porque eres como él –