‘Río muerto’ de Ricardo Silva Romero por Camilo Ramos Martínez

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Convertido en un espanto, el mudo Salomón Palacios busca advertirle a sus deudos que tomen el furgón con el que hacía acarreos en vida, abandonen Belén del Chamí y dejen atrás ese pueblo y todo lo que representa; que aprovechen, ya que su cuerpo fue enterrado a hurtadillas por el negro Severo Caicedo y sin […]
Comunicadora social de la Universidad del Valle, especialista en comunicación estratégica de la Universidad Sergio Arboleda y magíster en Gestión Pública de la Universidad de los Andes.

Convertido en un espanto, el mudo Salomón Palacios busca advertirle a sus deudos que tomen el furgón con el que hacía acarreos en vida, abandonen Belén del Chamí y dejen atrás ese pueblo y todo lo que representa; que aprovechen, ya que su cuerpo fue enterrado a hurtadillas por el negro Severo Caicedo y sin otra posesión más que la vida misma se alejen del rumor del Río Muerto, cuya corriente había servido a los violentos para desaparecer los fiambres que de otra manera tapizarían el suelo de la localidad.

De esta descarnada manera me atrevo a condensar la historia que entraña Río Muerto, la más reciente novela de Ricardo Silva Romero.

A Ricardo tuve la oportunidad de conocerlo porque la vida y el pequeño circuito de escritores, guionistas y directores en el que él se movía como crítico de cine así lo quisieron. Desde aquél entonces he seguido sus publicaciones con respetuosa admiración: él trasiega entre la escritura de su columna de opinión -con la que casi siempre suelo estar de acuerdo- y la literatura, su razón de ser, la excusa que le permite retratar la inquietante realidad colombiana desde el universo de lo íntimo y el de la observación de lo cotidiano.

La crudeza de la verdad nacional se derrama en cada página de Río Muerto. Éste es un relato que rompe el velo que cubre los ojos de los que nacimos en medio del privilegio, porque en este país no es privilegiado solamente aquél que presume de su riqueza, sino el que tiene un techo y puede alimentar a su familia; lo es más, si no tiene que soportar la violencia con la que la guerra -de la cual se benefician unos pocos- arruina la vida de cientos de miles de connacionales.

El mudo Salomón Palacios, su esposa Hipólita y los dos pequeños Maximiliano y Segundo, que como menciona un aparte del libro “apenas suman veinte años” son la encarnación de una realidad que nos negamos a ver. Amenazados por unos y por otros, llevan sus días en medio del fuego cruzado del odio. Corren los primeros años de la década del noventa, en un rincón del país que bien puede estar ubicado en cualquiera de los puntos cardinales de la accidentada geografía colombiana. Da lo mismo en donde sea, porque no aparecía por aquél entonces en el mapa y aún no lo hace.

La novela está construida en clave de testimonio. Un relato de primera mano que con algunos matices y juegos de ingenio para ocultar los detalles que terminarían siendo evidentes para muchos e innecesarios para otros, reconstruye un momento en la vida de una familia, que coincide con el fin de la de uno de sus integrantes. Han pasado más de 25 años desde que los hechos que inspiraron la novela tuvieron lugar y nada nuevo hay bajo el sol. El colombiano es un pueblo que se acostumbró a no tener mucha fe en el futuro.

Aunque se da por descontado en este tipo de novelas que abordan la realidad de la ruralidad colombiana, la construcción de la atmósfera particular de Belén del Chamí -el desgraciado pueblo en el que se desarrolla la trama- es suficiente para que el lector sienta el sofoco de vivir allí. La impotencia que algunos de los personajes sienten en un tramo del relato se apodera de nosotros y terminamos haciendo nuestra la muletilla que esputaba Hipólita, la viuda del mudo, cada vez que reconocía que no había nada más qué hacer, que la suerte estaba echada: “pa’ qué”

La muerte a sangre fría en este país es más común de lo que pensamos los citadinos. En tiempos de un proceso de paz cuya implementación parece cada día más un cuento chino y que el aislamiento social consecuencia de la pandemia del COVID-19 distrae la mirada de las artimañas de un gobierno que quiere posar de inmaculado, sumergirse en la lectura de un título como Río Muerto bien puede servir de ancla con la realidad.

 

 

 

Sobre el autor de la reseña:

Camilo Ramos Martínez es realizador de cine y televisión de la Universidad Nacional de Colombia, y estudiante de la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes. Se ha desempeñado como profesor de producción y apreciación del cine en varias instituciones de educación superior, alternando su labor con el cultivo de audiencias para las películas colombianas. Actualmente trabaja como instructor del área de industrias creativas del SENA.

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