#LaPostal ‘Al final de los días’

by | Colaboraciones

#LaPostal es una propuesta creativa en la que la periodista Isabel Salas escribe relatos posibles a partir de fotos tomadas en diferentes lugares del mundo por el fotógrafo colombiano Michael Vanegas.    “Su muerte será a los 83 años. Procure estar acompañado para que lo asistan con el dolor.” Me llamo Miguel Valencia, tengo 83 años, estoy solo […]
Comunicadora social de la Universidad del Valle, especialista en comunicación estratégica de la Universidad Sergio Arboleda y magíster en Gestión Pública de la Universidad de los Andes.

#LaPostal es una propuesta creativa en la que la periodista Isabel Salas escribe relatos posibles a partir de fotos tomadas en diferentes lugares del mundo por el fotógrafo colombiano Michael Vanegas

 

“Su muerte será a los 83 años. Procure estar acompañado para que lo asistan con el dolor.”

Me llamo Miguel Valencia, tengo 83 años, estoy solo y esta tarde voy a morir.

Soy fotógrafo, de esos nacidos en los noventas, de aquellos que andaban con un aparato desproporcionadamente grande por la calle. Por años, capturé instantáneas con una caja de 13 centímetros de largo por 10 de alto, una caja que era mi arma, que era mi vida. 

Aún no llegaba a los 30 años cuando recibí el mensaje sobre mi muerte. En ese entonces, era altivo, impulsivo y soñador. Conocía poco de límites y, los que tenía, eran tan recios como el muro de Berlín. Cuando recibí la notificación, en un solitario y frío mensaje de texto, apenas se ponía de moda saber cuándo te ibas a morir. 

Al principio, fue extraño para todos. La mayoría dudaba de la información pero sentía miedo de que fuera cierta. Se inventaron teorías de todo tipo e intentaron seguir con la vida como si no hubiera una cuenta regresiva descontándonos el tiempo de estar vivos.

Yo lo tomé con tranquilidad, tenía más de 50 años por delante: cinco décadas para los viajes soñados y los amores pendientes. Pero cinco décadas no son tantas como parecen. Hoy, que soy un gato que agoniza, resistiendo en soledad, como fiera, los embates de la vida que se me escapa, veo a los ojos a esos destinos a los que nunca fui y a esos amores que se me fueron como agua entre los dedos. 

El mensaje de mi padre lo leí yo, moriría a los 75 años de cáncer. Nunca lo creyó, ni siquiera el día en que su muerte llegó. Mi madre fue después, un accidente cerebro vascular acabaría con su vida a los 88 años, decía el mensaje. Ella no quiso leerlo cuando lo recibió, lo hizo el día que llegó a la octava década. 

Y C, la mujer que más he amado en la vida, supo a los 24 años que moriría a los 40 de un ataque al corazón. Casi no hablamos del tema. Creo que lloraba en soledad cada que recordaba ese destino. Era inevitable y lo sabía, pero temía como nada ese momento de desvanecerse para siempre, de desvanecerse y no haberse hecho tan feliz como soñaba. 

“¿Pero qué es la felicidad?”, le preguntaba yo cada vez que la veía agobiada por ese cronómetro que nos habían impuesto a todos y que nos hacía contar a la inversa, no sumábamos años, restábamos los que nos iban quedando, y esos eran cada vez más lánguidos. 

“La felicidad es estar contigo siempre”, me decía ella y remataba con su risa graciosa. 

Pero la entropía nos ganó. Le ganó. Le ganó incluso a esa premonición científica que había anunciado el día exacto de su muerte. 

Fue un domingo soleado, se despertó temprano, recogió su cabello bien arriba en la cabeza, me pidió la cámara prestada con un susurro en el oído. Dije que sí y me envolví de nuevo en las cobijas. Pasaron las horas y no volvió. 

La encontraron debajo de un puente, se lanzó de frente y su rostro se fundió con el asfalto. Arriba dejó la cámara. Esta foto, en cuyo respaldo escribo estas palabras, fue la última que ella tomó. 

 

Compartir en

Lecturas relacionadas