La suerte del paraguas

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Por estos días en que a la ciudad se le rompió el cielo y cae la lluvia lenta y segura sobre las calles y el viento corre a una velocidad de miedo, es imposible no pensar en la suerte del paraguas.
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La suerte del paraguas

Por estos días en que a la ciudad se le rompió el cielo y cae la lluvia lenta y segura sobre las calles y el viento corre a una velocidad de miedo, es imposible no pensar en la suerte del paraguas.  Sí, tal vez habría que pensar también en la suerte de las tejas, que insolentes se desprenden de los techos o en la de las palomas de esta ciudad que ya no vuelan o en la gente que se deprime en este clima húmedo, frío, hidrópico.

De mi memoria de niño es imborrable aquel paraguas gigante de colores que había en casa y que nadie utilizaba porque restaba elegancia y presencia a mis tías, que en una que otra ocasión las agarraba la lluvia de Cali, que por esa época no duraba más de una hora. Tal vez pensaban en los paraguas de la época victoriana, pequeños, blancos o negros, de flores que, aunque inútiles les daban a las damas un toque de distinción. Pero me era imposible no rendirme a la grandeza de ese arcoíris que se desplegaba sobre mi cabeza en medio de la lluvia y no dejarse deslumbrar por la armonía de sus partes. Manuel Gutiérrez Nájera, escritor mexicano, en el cuento Memorias de un paraguas describe el suyo: “es muy cierto que tengo el alma dura y que mis brazos son de acero bien templado; pero, en cambio, es de seda mi epidermis y tan delgada, tenue y transparente que puede verse el cielo a través de ella. Además, soy tan frágil como las mujeres. Si me abren bruscamente, rindo el alma”.

Prefiero el de colores al negro tenue, aunque me gusta la noche y en ese sentido es ineluctable no pensar en Gilberto Owen y en la imagen de esos hombres  que enamorados de la noche; abren el paraguas para llevar consigo, sobre sus cabezas, un trozo de cielo nocturno. Por eso solo por eso, a veces uso uno negro.

Aunque inútiles cuando la tormenta se hace bíblica, los paraguas no dejan de ser un espectáculo  cuando bajo los techos se acomodan para dejar que amaine la lluvia. Pero cuando se enfrentan a ella pelean como fieras  y se doblan y se desdoblan y las mujeres que han salido en falda se debaten entre la duda de salvar su paraguas o no permitir al viento que haga pública un pedazo de su intimidad.  “Los paraguas no vemos el cielo sino cubierto y obscurecido por las nubes”- dice el paraguas del cuento de Gutiérrez Nájera- “Para otros es el espectáculo hermosísimo del firmamento estrellado. Para nosotros, el terrible cuadro de las nubes que surcan los relámpagos”.

Cuando la lluvia cede en su fuerza, el trabajo del paraguas es perfecto, protege de los vientos y del agua que cae del cielo y me atrevo a pensar que en esos momentos cientos de miles de historias de amor nacen bajo cada uno ¿a  quién no deseamos más sino al paraguas cuando esas gotas pequeñas que parecen inofensivas golpean nuestro rostro? Compañero inseparable en esta ciudad sin cielo a quien Lautreamont dignificó en su definición de poesía: “el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de operaciones”.

Al terminar la lluvia, cuando el paraguas vuelve a su funda y las calles están húmedas, por los andenes en los que van mis pasos empiezan a aparecer los cadáveres que perdieron la batalla o a los que simplemente les llegó la mala hora y no resistieron el embate del mal tiempo, entonces la ciudad se convierte en un cementerio de murciélagos plegables.

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