Dejar el barrio

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Desde hace unas noches, al acostarme, viene la imagen recurrente de García Márquez viajando con su mamá para vender la casa: “no tuvo que decirme cuál”, escribe Gabo en sus memorias, “porque para nosotros sólo existía una en el mundo, la vieja casa de los abuelos de Aracataca”.
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Dejar el barrio

Desde hace unas noches, al acostarme, viene la imagen recurrente de García Márquez viajando con su mamá  para vender la casa: “no tuvo que decirme cuál”, escribe Gabo en sus memorias, “porque para nosotros sólo existía una en el mundo, la vieja casa de los abuelos de Aracataca”. Ese viaje según él, fue el más importante en su vida. Y en esta como en muchas cosas, el autor de El amor en los tiempos del cólera tiene razón, porque no hay viaje más importante y más feliz que el de irse a encontrar con las nostalgias. Y esa imagen viene a mí por la sencilla razón que me he dado cuenta de que debo despedirme de mi casa, la que construyó mi abuelo con las ganancias que le dejó su trabajo en el Ferrocarril del Pacífico, la que luego mantuvo mi abuela hasta el día de su muerte con su carácter cerrero, tal vez parecido al de Úrsula Iguarán; la que después mantuvieron mis tías; la casa en la que crecimos nosotros, seis primos que parecíamos hermanos; la casa de dos pisos de la que salía gente de sus infinitas habitaciones, la que era tan acogedora para las visitas; la casa en la que siempre había tinto fresco y recién colado y cuya banda sonora, durante más de dos décadas fueron las máquinas ruidosas del taller de carpintería de mi tío político y el olor a madera fresca y rajada que la invadía; la casa de las Rojas, la casa de la 40, la casa del Popular.

La nostalgia no es más que un río de recuerdos que se bifurcan en cientos de brazos y terminan por encontrarse en el mar. Es un motor fuera de borda que se dispara en direcciones inconclusas, que hacen convulsionar el alma. Cuando me dieron la noticia de que por fin habían hecho el negocio, estaba en Bogotá, en donde vivo hace casi cuatro años. Sentí una especie de dolor, una extraña tristeza, que no logré entender, me invadió repentinamente, era algo así como despedir en el aeropuerto a alguien que se va lejos y que sabes que nunca más o por lo menos en mucho tiempo  no lo vas a volver a ver. Se me vino a la mente el rostro de mi abuela en el balcón mirando cómo talaban el chiminango que sembró mi abuelo en los tiempos en que ya estaba jubilado y en el que se sentaba bajo la sombra, con sus amigos, a jugar dominó; y el rostro de mi madre cantando, pasada de copas, al amanecer, Maniquí de Leonardo Fabio.

Una despedida no es sólo una despedida, siempre son más. Luego de pensarlo, no es solo irse de la casa, es también irse del barrio. Aunque yo me fui de la casa hace más o menos siete años, pasaba a visitarla y a visitar el barrio, era el punto de llegada a esas calles que cada vez se veían más en ruinas y menos pobladas y no tenían nada que ver con el tiempo en el que después de que Rincón le hiciera el gol a los alemanes en Italia 90, saliéramos felices a imitarlo en la calle que tenía pintado los escudos del América y del Deportivo Cali, pero seguían guardando una fuerza magnética que atraía la felicidad de los viejos recuerdos, de las viejas nostalgias, como cortarse el pelo en la peluquería de Ancizar, el mismo peluquero que me cortó el cabello desde que era niño. O entrar al Maizalito, una salsoteca de dudosa reputación como la siguen llamando mis tías, pero en el que seguramente sus esposos pasaron algunos momentos que hoy recuerdan con nostalgia y en el que mis primos y yo tuvimos la oportunidad formarnos unas propias.

Y ese viaje a las saudades, como llaman los brasileros a sus nostalgias indefinibles, es darse cuenta del embate implacable del paso del tiempo, no solo porque hay menos pelo, más panza, una esposa, una hija sino porque esos recuerdos empiezan a ser borrosos y los amores de esos tiempos empiezan a no ser tan relevantes y los goles que hicimos en la calle o en el parque, se vuelven más espectaculares y las trompadas que nos dimos a la vuelta de las esquinas de ese barrio, menos dolorosas.

En este enero estuve en mi barrio y lo recorrí sin saber que tal vez era la última vez que pasaría por sus calles y estuve en mi casa y olí la madera, porque después de más dos décadas, el taller de mi tío político seguía en pie y el aroma a café recién colado invadió mi olfato como cuando era niño. Y estuve con mi hija, tratando de mostrarle mis nostalgias sin querer y sin saber que ella nunca más pisaría la casa.

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