Arena del Pacífico por Isabel Salas

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Soy José, tengo 29 años, soy negro y vengo de López de Micay. Hasta hace 20 días solo sabía pescar, y también pelar los peces, venderlos y cuando había fiesta, prepararlos. También sabía tocar marimba y cantar.
Comunicadora social de la Universidad del Valle, especialista en comunicación estratégica de la Universidad Sergio Arboleda y magíster en Gestión Pública de la Universidad de los Andes.
Arena del Pacífico

Soy José, tengo 29 años, soy negro y vengo de López de Micay. Hasta hace 20 días solo sabía pescar, y también pelar los peces, venderlos y cuando había fiesta, prepararlos. También sabía tocar marimba y cantar. No es que haya dejado de saber, es solo que ahora no lo puedo hacer. Vivo en Bogotá. Todas las mañanas y todas las noches, tiemblo de frío. A esta ciudad le falta calor, le falta mar, le falta sal.

El domingo estaba escribiendo, porque aunque no parezca, escribo poemas, escribo en un diario y sobre todo, escribo canciones. El domingo, en la pieza donde vivo, estaba escribiendo una. Iba por el coro, un grito melancólico en el que repito como un desesperado cuánto extraño mi pueblo, cuando un chorrito de arena me cayó en la oreja. Al principio me asustó, era como si un dedo frío me acariciara. Me encaramé en una silla, revisé el techo y no había nada. Me senté de nuevo, volví a mi canción hasta que un indiscutible olor a mar me hizo mirar de nuevo hacia arriba. Unas goticas de agua cálida salían por entre las tejas de zinc. Tomé una en mis dedos, la olí y la probé, era agua de mar.

Corrí fuera de la casa, pensando que se trataba de una broma del primo con el que vivo. Sobre el techo había dos figuras negras, tan negras como yo. Una grande y otra más pequeña. Entrecerré mis ojos para tratar de ver mejor, y virgen santísima, era mi padre y mi hermano. O los fantasmas de ellos. “No te asustes hijo, seguimos contigo así nos hayan matado”. “Hermano, vamos a convertir esta ciudad en una rumba, en una rumba como las de la tía Clemencia y ningún bandido nos va a poder parar”. A ambos los mataron en una fiesta, llegaron 20 tipo armados y no los dejaron celebrar más, porque sí.

Luego de hablar, desaparecieron.

La verdad, no sé qué quiso decir mi hermano, y no sé tampoco si me estoy volviendo loco. Pero desde hace una semana, siento esta ciudad menos fría, el sol sale todos los días, la gente anda con menos ropa encima y alrededor de mi casa ya hay un lago salado y una playa de arena oscura, caliente, de esa con la que los castillos no pueden levantarse. Estoy seguro que es arena del Pacífico.

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