“24 aguas siendo horas” por Andrés Ramírez Mejía

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¿Soy la salvaje domesticada? ¿Soy la natural artificial? ¿Soy la viajera discapacitada? ¿Será la Internet el rizoma de rizomas?, está claro que su substancia es la información, ¿o seré yo?, embarcación bautizada por Tales de Mileto como: “El origen de Todo”, que peregrina por las raíces de las ciudades, por los surcos de los cuerpos […]
Comunicadora social de la Universidad del Valle, especialista en comunicación estratégica de la Universidad Sergio Arboleda y magíster en Gestión Pública de la Universidad de los Andes.

¿Soy la salvaje domesticada? ¿Soy la natural artificial? ¿Soy la viajera discapacitada? ¿Será la Internet el rizoma de rizomas?, está claro que su substancia es la información, ¿o seré yo?, embarcación bautizada por Tales de Mileto como: “El origen de Todo”, que peregrina por las raíces de las ciudades, por los surcos de los cuerpos y por las venas de la tierra, una substancia que devora más kilómetros que la información ¿Nací o siempre he estado?, son preguntas laberinto que rozan mi espalda mientras me deslizo por un viejo tubo que me convierte en tigresa de circo y liga mi destino a una jaula-desagüe.

El conducto sabe a lama, huele a sal y marca el compás de historias minúsculas: cruzo un anillo de compromiso oxidado, rozo una daga homicida, acaricio el sexo de una rata, juego con las depresiones de la cabeza de un maniquí; la piel de un cocodrilo me divide en 24 fragmentos a los que aterra el roce con el reptil de ojos de agujero negro. Vuelvo a ser una, la oscuridad envuelve, fluyo, soy remolino, viajo, percibo.

Ahora soy la escaladora, asciendo por la tubería con potencia, el concreto de las entrañas del edificio abraza el olor de la sal marina, las paredes están húmedas, la presión me expulsa con desdén: mi nueva prisión es una tina translúcida. La mujer que habla con el diablo gira un pomo de metal, la sensación de calor se convierte en una progresión placentera.

¿Se puede oler la tristeza?, si fuese su perfume, diría que la mujer que vomita estrellas muertas lleva olfateándome por meses.  Su cuerpo es un cuerpo, no seda, ni una geografía mística, mucho menos la primavera en eclosión. La conversadora crepuscular se aproxima, ahora soy coño, tetas, piernas, pelos, uñas, pies, callos, culo, espalda, manos.

Los ojos rojos de la mujer miran el techo, un cosquilleo interno me zarandea, el vapor roba una parte de mi esencia. Tiene buena capacidad pulmonar, su reloj de muñeca marca 2 minutos, tiempo que demora en salir a la superficie. Sus dedos se hacen viejos, se queda hablando por horas con su cuervo.

La tina translúcida transmuta a luna de sangre, el hilo-hermano que emana del pomo metálico, altera el equilibrio de la superficie, me pongo en movimiento mientras despido al cuerpo de la mujer que escupía murciélagos. Beso la planicie helada, el blanco cegador de la cerámica se tiñe de mi nuevo vestido sangriento.

Vago como puedo, la fuerza del hilo-hermano que emana del pomo de metal es débil, en el trayecto veo pastillas, agujas, un libro, una porcelana de gesto macabro y un ovillo de lana con el que juega un gato persa. El felino camina sobre mis huellas pasadas hasta llegar al baño, lame la cara de la mujer y da un zarpazo al pomo de metal, que me trasmite una vitalidad eléctrica. Con fuerzas renovadas transito el pasillo que es el afluente de la habitación principal, el itinerario me lleva hasta el balcón, tiño con paciencia roja, el viejo edificio mientras disfruto el sonido del mar de fondo.

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